Si Larra ya escribió que la pereza se había interpuesto incluso en sus conquistas amorosas no debería sorprendernos demasiado que eso que ahora llamamos procrastinación se haya convertido en una pandemia. Según algunos estudios, este problema podría estar presente en un porcentaje que va del treinta al sesenta por ciento en la población universitaria y del quince al veinte en el resto de los adultos.
Dejar para mañana lo que podemos hacer hoy, esa impertinente tendencia a retrasar nuestras tareas es, entre otras cosas, responsable de los retrasos en los proyectos, de que se nos pasen las fechas límite, de las prisas de última hora, de que olvidemos adjuntar una documentación importante en el último momento, o de que por error acabemos enviando una versión desactualizada de una oferta. La procrastinación es uno de los enemigos naturales del cambio personal.
Posponemos lo que no nos gusta, lo que no nos apetece, lo que no nos genera un beneficio inmediato y, a veces, simplemente todo lo que es menos atractivo que otra actividad que se nos presenta. No deja de ser sorprendente que la capacidad de planificar del ser humano, presente al menos desde que nuestros antecesores portaban con ellos sus primitivas herramientas de sílex, se vea empañada por tan molesta tendencia.
Tanta planificación y al final todo radica en nuestra capacidad de autogestionarnos.