En muchas situaciones de nuestra vida profesional, la cruda realidad parece empeñada en demostrarnos, de manera insistente y rotunda, que las cosas son más difíciles de lo que preveíamos. Muchos proyectos se prolongan más de lo esperado, la tecnología que necesitamos siempre es más cara de lo que hemos calculado y, en cualquier mercado, siempre hay menos clientes de los que estimábamos. O bien tardan más en comprar. O bien quieren comprar en cuanto escuchan la propuesta de valor, pero a un precio menor del que pensábamos. Y ahí es donde suelen aparecer las lágrimas, que en algunos casos no son simplemente una metáfora.
El hecho de vivir en el contexto de nuestras propias interpretaciones nos proporciona una gran perfección y exactitud en nuestras estimaciones. Dentro de nuestra mente dos más dos siempre suman cuatro, la recta es la distancia más corta entre dos puntos y, por supuesto, de las causas se siguen inmediatamente los efectos. Sin embargo, esas asunciones se basan en los mapas con los que nos conducimos por la vida. Y, como alguien sabiamente dijo, una cosa es el mapa y otra es el territorio. Porque el mapa siempre es limpio y exacto, mientras que el territorio tiende al accidente y a la imperfección.
Decía Levinson que, cualesquiera que sean nuestros valores, no podemos vivirlos plenamente, y que hay que reconciliarse con los defectos y fallos que hay en nuestras vidas, cuyas fuentes están por todas partes: en nosotros mismos, en nuestros enemigos y personas queridas y, en general, en el mundo, que es de por sí imperfecto. Aunque él hablaba de valores, es una idea que se puede aplicar a cualquier iniciativa que queramos emprender, porque no estará exenta de esos fallos y defectos. Concluía Levinson que el hecho de ser conscientes de la imperfección del mundo en que vivimos no debe alejarnos de luchar por nuestras convicciones, aunque sí ayudarnos a hacerlo con más realismo y con una perspectiva más amplia.
La otra opción, empeñarse en que las cosas tienen que salir como las hemos pensado, es la que muchas veces conduce a las lágrimas. Porque demasiadas veces ocurre que la línea recta que hemos imaginado no es la distancia más corta entre dos puntos.