Tras años de cultura de la innovación sigue sorprendiendo por qué tan a menudo este término continúa sobresaliendo por encima de aquel que le infunde valor, que es la creatividad. Una de las maneras más sencillas de contemplar el ciclo de la innovación es el que contempla solo tres pasos: la generación de una idea, que a continuación es convertida en valor para el cliente, que a su vez es finalmente transformado en un resultado económico positivo. La literatura empresarial ha generado gran cantidad de material sobre los dos últimos pasos, pero no tanto sobre el primero.
El proceso según el cual una idea se convierte en valor para el cliente es a través de la creación de un modelo de negocio, es decir, una manera –teórica- de generar ingresos. Partiendo de un producto mínimo viable, esta hipótesis es testada e iterada cuantas veces sea necesaria, hasta que se tiene la versión definitiva. A partir de ahí, convertir valor en resultado es una combinación de gestión y procesos de marketing y ventas.
Sin embargo, se dice muy poco acerca de la primera fase, es decir, de cómo generar ideas. En muchos casos lo que se ha conseguido es realizar concursos de ideas dentro de las empresa, o bien buscar estas ideas fuera de la organización, a través de observadores, aceleradoras y otros modelos. En otros casos se ha intentado la generación de ideas a través de sesiones internas a la compañía, sobre todo a través de design thinking.
Con todo, y a pesar del aparente avance de estos métodos, el gran reto sigue siendo reivindicar la creatividad como fuente de la innovación, investigar más y mejor acerca de cómo se produce y, desde luego, capilarizar a través de toda la organización un principio tan simple como contundente: a medio plazo, aquellas empresas cuyos equipos no posean mayoritariamente una actitud creativa verán limitado o imposibilitado su crecimiento, e incluso puede que su subsistencia.