Hemos vivido siglos impresionados por genios creativos que, en el arte, en la ciencia y en la tecnología, han realizado propuestas nuevas y originales haciendo evolucionar la cultura y la sociedad. Y hemos estudiado durante décadas a esos personajes, intentando desentrañar el origen de su genio, para conocerlo mejor y también para poder aprender de ellos. Sin embargo, la fascinación del ser humano por el talento innato ha empañado siempre una verdad tan obvia como inconveniente, y es que la creatividad no es un talento ni una habilidad, y desde luego no es un rasgo de la personalidad: es simplemente una competencia que se desarrolla con la práctica.
En una abrumadora mayoría de los casos, ni los cuadros que han trascendido el paso del tiempo, ni las novelas que han cruzado fronteras, ni mucho menos la tecnología que hace más fácil nuestras vidas, se han originado de la noche a la mañana. Y si bien todos tenemos más o menos interiorizados lugares comunes como que el genio es un uno por ciento inspiración y el resto transpiración, que decía Edison, no parece que acabe de cuajar del todo la idea de que para ser original hay que ponerse manos a la obra.
Evidentemente, y como en la mayoría de aspectos de la vida humana, el ingrediente fundamental de esta competencia es actitudinal. Para ser creativo, el componente básico es el deseo de serlo, la idea de que cualquier persona puede ser más creativa si se lo propone.