En el mejor de los casos hemos intuido qué es lo que estamos llamados a hacer, lo que de verdad conecta con nosotros. Y, también en el mejor de los casos, hemos comprendido que la motivación que nos hace auténticamente independientes es la que somos capaces de producir.
Pero el ser humano es una criatura compleja. Y por mucho que hayamos definido nuestros objetivos, la conciencia se centra y descentra sobre los distintos objetos, personas y
acontecimientos en un constante devenir. Y que tengamos siempre presentes lo que somos y lo que queremos es, con altísima frecuencia, un logro de singulares proporciones. A veces hechos nimios como haber dormido bien o mal, o haber tomado más o menos café de la cuenta, o factores como nuestro perfil hormonal o la cantidad de azúcar en la sangre hace que estemos más o menos predispuestos a seguir enfocados y motivados.
En un original estudio se mostró que es al comienzo y al final de una actividad cuando más motivados estamos, y que es en el centro cuando nos desmotivamos, como resultado de que a nuestra atención le cuesta elaborar el punto de inflexión en los momentos valle.
Pero ¿qué ocurre si el objetivo es de dimensiones vitales? ¿Si resulta que hay un comienzo pero no hay un final, porque la tarea de ser uno mismo nunca se completa? ¿De dónde surge la motivación entonces?
La motivación no es un impulso, es una maratón.