Viaje del mes
Lucerna, entre puentes y relojes
Antonio Picazo
En la medianoche del 18 de agosto de 1993, un incendio, destruía una buena parte del característico y medieval (S. XIV) Puente de la Capilla (Kapellbrücke) de Lucerna. Se cree que el fuego lo produjo una lancha que estaba próxima a esta gran pasarela cubierta, de casi 200 metros de longitud y construida enteramente de madera. Una insaciable dentadura de llamas fue triturando en la noche no solamente el pasadizo en sí, sino 78 de las 111 pinturas del siglo XVII que decoraban las cerchas del puente. Pero como buena ciudad suiza, Lucerna, en menos de un año, reconstruyó su Kapellbrücke y éste volvió a ser la estampa que distingue y representa a este lugar situado en la parte central del país helvético.
El puente, al poseer un techo, guarda y resguarda a los paseantes de la lluvia del otoño o de la nieve del invierno, aunque, en contraste, las barandas de la pasarela se llenan de flores cuando la primavera llega a Lucerna. Una torre octogonal escolta al puente y alza sus muros de un metro y medio de grosor sobre el río. Alrededor de la torre nadan tranquilos los doscientos cines que habitan estas aguas del río Reuss, un ramal del gran lago de los Cuatro Cantones. El cauce del río divide en dos a Lucerna, la cual se levanta y extiende incluso más allá de la vieja y larga muralla de 800 metros de longitud.
Pero sobre todo, además de su puente de la Capilla (hay otros puentes en Lucerna como el pequeño, y casi de juguete, llamado de Los Molinos -Spreuerbrücke-), lo que destaca en esta ciudad es la calma que procuran sus apenas 80.000 habitantes. Una tranquilidad que tan sólo se ve algo aturdida por las campanadas del reloj de una de las torres (Zytturm) que enhebran las murallas de Lucerna. Este reloj, desde la edad Media, tiene el privilegio de sonar un minuto antes que el resto de relojes públicos de Lucerna.
En la zona sur de Lucerna, existe un barrio que contiene un puñado de calles estrechas y adoquinadas. Se trata de un cierto laberinto cuyas casas y esquinas han oído pasar muchos pasos y paseos, y mucho tiempo porque, por ejemplo, en la calle Bahnhofstrasse, existe una botica, todavía abierta y despachando recetas desde el siglo XVI, y casi enfrente de esta farmacia superviviente, en el número 30 de la misma calle se encuentra lo que hoy es el hotel Wilden Mann y que ayer (S. XV) fue una taberna que a la vez que acogía espesas francachelas empañaba reputaciones.
No muy lejos de la Bahnhofstrasse, se halla la muy barroca iglesia de la Compañía, o de los jesuitas, un templo que anota ciertos aires orientales, gracias a los bulbos que coronan sus torres. Aquí se pueden celebrar, están permitidos, ritos cristianos no necesariamente católicos. De esta manera se llega hasta la orilla del río para, seguidamente, cruzar la parte norte de la ciudad utilizando, como debe ser, el Puente de la Capilla, para ver en el tránsito las pinturas históricas que se salvaron del incendio y, claro, lamentando los muñones renegridos de las imágenes que no sobrevivieron a las llamas.
Antes de recorrer las calles, plazas y plazoletas que en esta zona acotan las murallas de Lucerna, caminando a lo largo de la calle Alpen, aparece uno de los reclamos más sugestivos de Lucerna. Es el León Moribundo, una escultura al aire libre, realizada en la propia pared de roca en donde se encuentra, y que simboliza la muerte de soldados de la Guardia Suiza asesinados por la chusma en la Revolución Francesa. Pero lo que resulta enormemente llamativo es la logradísima expresión de agonía del león doliente, al borde de la muerte, con un fragmento de lanza clavado en su lomo. La figura del animal tiene un porte dos veces superior al tamaño real de uno de estos felinos. El escritor Mark Twain quedó especialmente conmovido al ver el gesto exhausto del animal de piedra.
De nuevo en dirección al río, pero sin dejar la parte norte de la ciudad, tomando como brújula la Schwanenplatz en dirección oeste, los pasos se enfilan por una serie casi encadenada de pequeñas plazas entre las cuales destaca la de Los Ciervos. Es éste un espacio antiguo de casas de cuatro plantas y con fachadas pintadas en donde, se mire por donde se mire, la imagen que representa a un ballestero sigue y apunta su flecha, sin decidirse a disparar, a los visitantes de la plaza. En uno de estos edificios estuvo la fonda en donde, en 1779, se alojó Goethe.
Plaza de Los Ciervos.
Otra plaza, vecina a la de Los Ciervos, es la de Los Cereales, en donde está el antiguo Ayuntamiento. También la plaza de los Vinos (Weinmarkt). En este lugar, antiguamente el corazón de Lucerna, a los borrachos se les colocaba un cascabel para que en plena moña, no fueran confundidos con los muertos que a veces se hallaban en la plaza, de esta manera los beodos no eran enterrados vivos.
Lucerna resulta, sobre todo envuelta con el barniz de una capa de lluvia, un sitio sugerente, limpio, ordenado, calmado, prototipo de lo que es la exactitud de cualquier ciudad suiza, en donde los relojes de enseña nacional, tanto los de torre como los rollizos de pulsera que dominan los escaparates de las tiendas exclusivas, marcan el compás de una vida sin riesgos.
Lucerna, una ciudad intachable, pero eso sí, donde, como en tantos lugares helvéticos, nada es gratis, incluso en sus restaurantes cobran 4 euros por un vaso de agua del grifo: no hay nada perfecto.