Opinion legal
La doctrina de los actos propios
- La Administración no puede alzarse contra sus anteriores criterios o decisiones
- Llama la atención la debilidad del recurso formalizado por el abogado del Estado
En el control judicial de los actos tributarios debe primar -no es necesario explicarlo- una tonalidad jurídica, lo que parece simple pero no lo es. En el enjuiciamiento del Impuesto sobre Sociedades se introduce a menudo el argumento contable, despojado incluso de su basamento legal, como regla para resolver los litigios. Desde esa perspectiva -no tan alejada como la de confiar a los arquitectos el Derecho Urbanístico o a los ingenieros de telecomunicaciones el Derecho que las regula- las cosas son lo que contablemente son o deben ser.
No quería hablar hoy sobre contabilidad, sino sobre principios jurídicos, esos cuyo adecuado y diestro manejo definen al buen jurista, precisamente porque constituyen reglas de orientación en el embrollado magma tributario, donde no todas las normas, al margen de su jerarquía, valen igual, pese a las apariencias que la práctica crea confusamente. Uno de esos principios capitales para ver en alta definición el ordenamiento fiscal es el de que nadie puede contravenir sus propios actos de voluntad (venire contra factum proprium non valet).
Trasladado ese principio a la revisión jurisdiccional de los actos de la Administración, significa que ésta no puede alzarse contra sus anteriores criterios o decisiones, expresados en actos anteriores, pues queda vinculada por tales actos. Este principio, obvio es señalarlo, emparenta con los de confianza legítima, buena fe y cosa juzgada administrativa.
Actos de los que "no podía desentenderse"
La sentencia del Tribunal Supremo, de 4 de noviembre de 2013 (recurso de casación nº 3262/12), ha confirmado la dictada por la Audiencia Nacional el 24 de julio de 2012 (recurso nº 284/09) que anuló la declaración de fraude de ley efectuada, por su incompatibilidad con varias resoluciones que el Tribunal consideró actos propios, esto es, declaraciones de voluntad de las que la Administración no podía desentenderse, en perjuicio del contribuyente, sin quebrantar las exigencias de la buena fe.
Ahora el Tribunal Supremo ratifica ese criterio e impide dirigir la declaración de fraude sobre negocios jurídicos que ya habían sido objeto de la atención administrativa, dando lugar a actos propios irrevocables, a menos que se tacharan a su vez de ilícitos -lo que sólo puede hacerse, solemnemente, por la vía de la revisión de oficio-.
En el asunto de instancia se apreciaron hasta tres facta propria: a) un acta de conformidad sobre los periodos en que se celebraron ciertos contratos que luego se reputan fraudulentos, en la que formalmente se reconocía el derecho a la deducción de unos intereses financieros, sin objetar su improcedencia; b) un acta de comprobado y conforme que era la culminación de una comprobación parcial, cuyo carácter de tal la Sala considera incorrecto; y c) finalmente, una devolución de ingresos indebidos, por el mismo concepto, que según el TEAC no desencadena la aplicación de la doctrina de los actos propios, porque la devolución la acordó la dependencia de gestión, no la inspección, tesis algo desconcertante.
Dicha sentencia prefigura lo que después sería el leit motiv de la posterior de 24 de enero de 2013 (recurso nº 440/09), aún pendiente de fallarse en casación: la imposibilidad de comprobar y, por tanto, declarar concertadas en fraude de ley operaciones realizadas en un periodo afectado por la prescripción.
La Sala considera en ese asunto, como sustento del fallo, que en una comprobación del Impuesto sobre Sociedades, ejercicios 2002 a 2004, no se pueden negar los efectos fiscales favorables por razón del pretendido fraude con que se habrían celebrado negocios jurídicos contraídos en 1998, pues los derechos manifestados en la autoliquidación de ese año quedaron resguardados de la actividad comprobadora por obra de la prescripción.
No digo que proporcione una alegría desbordante que el Tribunal Supremo te confirme una sentencia en la que has trabajado con un denuedo que, con toda certeza, no te pagarán jamás, ni siquiera desde el punto de vista retributivo, pero sí produce una cierta sensación agradable que sólo conocen quienes la han experimentado.
Un "cóctel de emociones"
Se trata de un cóctel de emociones que combina varios ingredientes: la constancia de que el Alto Tribunal ha visto el problema jurídico como tú lo viste y desarrollaste, un poco a ciegas, siendo como era un tanto vidriosa, no evidente, la cuestión litigiosa; a la inversa, el alivio de no verse desautorizado, pues hay el rumor de que a veces ocasiona gran estímulo, en la plaza de la Villa de París, la colleja al inferior jerárquico, deporte cuya práctica no es unánime, pero tampoco tan aislada; finalmente, la ingenua aspiración de que la Administración modifique ciertas pautas de conducta en su actuación procesal y se acomode a esos principios generales jurídicos.
En el asunto que el Tribunal Supremo resuelve, llama la atención la debilidad jurídica del recurso formalizado por el abogado del Estado, de que la sentencia de casación se hace eco. Me gustaría pensar que la fuerza argumental de la sentencia de instancia condicionó esa debilidad, pero tal idea, lejos de producir un precario consuelo, más bien aflige, porque delata cierta contumacia a la hora de recurrir, con razón o sin ella, a la vista de la mareante cuantía del litigio, que superaba los 22 millones de euros.
Manejando esas sumas, no es de reprochar que la sentencia no quedara consentida y firme. Pero su ataque dialéctico en la casación es endeble, como resalta la sentencia del Tribunal Supremo en su fundamento jurídico segundo, que revela que el único motivo de casación, fundado en la infracción de la propia jurisprudencia sobre el acto propio, se abstuvo de citar una sola sentencia del orden contencioso-administrativo en que se recogiera la doctrina supuestamente vulnerada.
Siendo ello así, sería una alegría un tanto miserable la de felicitarse por ese recurso que, o bien no debió nunca deducirse, o bien debió desplegar una batería jurídica un tanto más robusta. Por sentido de la deportividad, al menos.
Por Francisco José Navarro Sanchís. Magistrado de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional