Opinión

Fabián Estapé Rodríguez: 75 años... ¡no son nada!



    Me dispongo a escribir estas líneas sobre el 18 de julio de 2011, que ha venido a mi recuerdo, de forma fiera e implacable, lo que esta fecha lleva significando en la vida de los españoles desde hace 75 años.

    Una vez más, hemos de detener nuestra mirada en la conmemoración de unos fastos que de fastos, les aseguro, no tuvieron nada, relegando al resto de efemérides que a lo largo de la historia han acaecido este día y que se deberían, al menos, recordar (entre ellas, el Día Internacional de Nelson Mandela, por la Paz, la Democracia y la Libertad. Paradójico, ¿no?). Es una fecha que no celebraré porque durante cuatro décadas ya fue festividad obligada en este país. Más que suficiente.

    Voy a poner mi grano de arena para tratar de difundir algo que creo nunca había reflejado en mis escritos desde un punto de vista tan personal: todo el horror, la desolación y el retraso que supuso el golpe de Estado en aquel aciago sábado del caluroso mes de julio del 36 que se ha bautizado con el rimbombante, aséptico y eufemístico nombre de "Alzamiento Nacional". Ese instante, que pudo ser fugaz, pero se convirtió en una lacra tenaz durante 40 años, al que yo asistí desde el balcón de mi entonces domicilio en Barcelona, en el Paseo de San Juan número 11, con la candidez que conlleva tener apenas 13 años.

    Para mí, aquello comenzó cuando, amparado por mi padre y mi madre, vi el confuso espectáculo, poco después dantesco, del desfile silencioso compuesto por un grupo de números de la Guardia Civil que doblaban la Carrer d'Ausiàs March en dirección a la Plaza de Cataluña. En mi recuerdo resalta con extrañeza que estas figuras caminaban con el arma arrastrada en la mano. Mi padre nos tranquilizó diciendo que en cuanto llegasen los guardias se acabaría el caos (y así fue en un primer momento).

    Esa mecha encendida unos días antes por el asesinato del diputado y jefe del Bloque Nacional José Calvo Sotelo, por motivos aún no muy claros, a pesar de la versión oficial y la más socorrida (no la que da Ian Gibson en su libro, más que recomendable, La noche que mataron a Calvo Sotelo), lo atribuye a una venganza por el asesinato, unas pocas horas antes, del teniente de la guardia de asalto José del Castillo Sáenz de Tejada (instructor de las milicias socialistas y masón), justificado, a su vez, por otro homicidio, el de un estudiante, por disparos del propio teniente Castillo, y esto a su vez por bla, bla, bla, bla? hasta llegar al inicio del ovillo de Ariadna o a, permítanme la ironía, preguntarnos si fue antes el huevo o la gallina.

    Guerra civil en el horizonte

    Recuerdo el día que mataron a Calvo Sotelo con especial nitidez porque en casa comenzó a respirarse un extraño ambiente, viciado por la intranquilidad y la preocupación de los mayores ante una bola de nieve con tintes de varios colores que se veía crecer por segundos. Fue mi padre, a través de una llamada telefónica desde su trabajo, quien informó a mi madre. La recuerdo de pie, atónita ante lo que oía, con una mirada que, sin ella quererlo, me transmitió lo peor.

    Mi padre tenía razón. En Barcelona, las fuerzas de la Generalitat republicana, los Mossos d'Esquadra, la Guardia Civil (que se puso del lado del Gobierno) y los guardias de asalto (numerosos civiles que no dudaron en jugarse la vida) lograron hacer fracasar el golpe. Pero desgraciadamente tampoco se equivocó cuando, tras contemplar los acontecimientos que sobrevinieron con la formación del Comité Central de Milicias Antifascistas (ajeno al control de Companys, presidente de la Generalitat), que comenzó a ejercer un poder revolucionario y de terror, auguró que se emprendía una guerra civil.

    Mi padre reaccionó de forma mucho más previsora que el presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra republicano, Santiago Casares Quiroga, que menospreció el alzamiento, y tras ver cómo ardían varios conventos por la barbarie de las fuerzas armadas de los sindicatos y el humo inundaba el cielo de toda la ciudad, las iglesias permanecían cerradas a cal y canto, o se improvisaban como almacenes, nos dijo que si ya no había orden público, corría peligro su hermana María, carmelita descalza en Tarrasa, y se fue a buscarla.

    Miedo y fuego

    Desde casa vimos cómo empezaba a salir fuego del aledaño convento de los Dominicos. Sólo el miedo a que se propagasen las llamas al resto de las viviendas hizo que la gente se atreviese a llamar a los bomberos. Cuando llegaron, quedaban ya sólo unos pocos rescoldos. Mis padres me enviaron a ver aquello en absoluto silencio. Asistí al momento en el que desde el último piso se tiraban a la calle los misales, los libros sagrados.

    Una mujer de cierta edad tuvo redaños y exclamó: "Pero... estos frailes, ¿qué pensaban?, ¿que iban a leer toda su vida?" Ante esto, yo, que era ya un lector empedernido, sentí verdadero pánico. Se estaba instaurando un régimen que condenaba el saber y la cultura (como después pude comprobar).

    Como la violencia crecía, mi padre decidió hablar con el responsable de la compañía ferroviaria MZA en Cataluña, Enrique Tabuenca, a la sazón destacado miembro de la CNT, para que le diese una especie de salvoconducto para que los anarco-sindicalistas que habían escapado del control de la Generalitat no nos molestasen mientras ella viviera con nosotros.

    Me pareció grotesco que se fueran diluyendo los escalones de la autoridad sustituida por cabecillas improvisados que tenían la extraña proclividad, como vi desde el balcón de mi domicilio, de abrir a golpes las puertas metálicas de los almacenes y llevarse, ahora tú y ahora yo, sobre todo fundas de trabajo para significar su ideología. El traje que se fue haciendo oficial y desgraciadamente temido por las calles de Barcelona fue el uniforme de mono.

    La aventura del rescate de mi tía monja salió bien, pues las religiosas que se quedaron fueron asesinadas.

    No permanecimos mucho tiempo en Barcelona porque mis padres no pudieron soportar los peligros de saqueo domiciliario y las tensiones de los bombardeos y nos trasladamos al campo, a Sant Llorenç de la Muga, donde ya se había refugiado parte de mi familia materna.

    No era para menos, sobre todo cuando una brigada de Figueras se había presentado en la casa de Portbou preguntando por mi abuelo, el agente de aduanas vasco Fabián Rodríguez Zamalloa, ex alcalde del pueblo, para darle un paseo, y tuvo que salir mi abuela, absolutamente fuera de sí, para espetarles: "Si venís a buscar a mi marido, venís a buscar a un muerto, así que mejor le buscáis en el cementerio porque hace dos años que falleció".

    Comparaciones penosas

    En Sant Llorenç viví en un paraíso en comparación con el horror que soportó la población de la ciudad. Las cifras de muertos, pérdidas materiales, etc. ya se han refrescado en todos los diarios y no necesitan más comentario.

    Lo más penoso es que 75 años más tarde -¡que no son nada!, como diría Gardel-, se oigan voces de quienes, sin duda, no vivieron aquella inútil guerra que se atreven a proclamar que estamos en ciernes de una situación similar y esgrimen como argumento que en el 36 el aumento del paro por efecto de la gran depresión económica que se vivía hizo que muchos trabajadores se sintieran "defraudados" y se echaran a la calle -algunos incluso se atreven a aludir a algo tan distinto como el movimiento 15-M- y que, como entonces, se llegará al extremo de hacer uso de la violencia, porque el Gobierno se ve incapaz de controlar el orden público. ¡Menos mal que se equivocan!

    Fabián Estapé Rodríguez. Economista.