La victoria electoral de Donald Trump ha dado un aldabonazo en las conciencias de los principales democracias mundiales. El choque no viene tanto de la mera especulación sobre cuál será la capacidad real del nuevo jefe de Estado para materializar sus políticas. Nadie debe dudar de la madurez institucional de la primera potencia mundial y de su capacidad de poner límites a todo aventurerismo. Muy al contrario, el éxito de Trump preocupa en la medida en que es la mayor evidencia junto al Brexit de un cambio histórico de roles en las fuerzas sociales. Por primera vez, el estamento que abraza un discurso anti-sistema no es un grupo marginado, sino la clase media, el garante de la estabilidad política y económica, basada en la iniciativa privada y el libre mercado, en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Queda así patente la otra cara de la economía globalizada, responsable de generar un crecimiento mundial sin precedentes históricos, pero capaz también de minar el poder adquisitivo de grupos sociales hasta ahora acomodados. Los principales actores de la globalización dieron la espalda a esa realidad y el populismo llena el vacío. Esa deficiencia sitúa el proceso de apertura económica en una encrucijada, pero eso no implica necesariamente su parálisis. El socavamiento de la clase media no se amolda a un trasnochado esquema de explotación de mayorías por una elite; muy al contrario, es una competición por la eficiencia, abierta a todos los sectores y países. La lucha, sin duda, es desigual y existen subterfugios fiscales, legales y políticos que benefician más a unos sectores que otros. Pero contribuir a cerrar esas grietas es posible, antes de recaer en errores pasados tan graves como las guerras comerciales o el proteccionismo.