A menos de un mes de las elecciones autonómicas que el president Artur Mas quiere convertir en un plebiscito sobre la independencia, resurge el debate por las consecuencias que tendría la secesión. Algunas, como la salida de la Unión Europea (y del euro), son ya tan evidentes que, esta semana, incluso la Asamblea Nacional Catalana (ANC) ha reconocido que sería inevitable. No tan conocido resulta, sin embargo, un efecto de impacto social comparable como es el hecho de que el recién nacido Estado sólo sería capaz de cubrir el 64 por ciento de su gasto en pensiones contributivas. De acuerdo con los datos de la Seguridad Social, sólo entre enero y junio de este año, Cataluña era la autonomía que mayor desfase presentaba entre sus ingresos por cotizaciones sociales y su desembolso en este tipo de prestaciones. Su déficit supera los 3.000 millones y esos números rojos sólo pueden enjugarse gracias al superávit que presentaron otras autonomías (tradicionalmente suelen ser Baleares, Canarias y Madrid). Nada más contrario al manido lema de España nos roba que el sistema de caja única de la Seguridad Social, que permite la redistribución de esos excedentes positivos en beneficio de territorios, como el catalán, que por sí solos no pueden hacer frente a las obligaciones con sus pensionistas. Esa incapacidad sería uno de los altos precios que la independencia acarrearía y que los integrantes de la lista Juntos por el sí se resisten a explicar, ocupados aún en la tarea de crear instituciones de Estado, como una agencia tributaria o un banco público. El verdadero coste de la independencia es el mejor acicate para que CDC y ERC dejen de lado su desafío y retomen el entendimiento con el Gobierno central.