E n abril de 2011, el Gobierno anterior remitía al Congreso de los Diputados un Anteproyecto de Ley sobre Actualización, Adecuación y Modernización del Sistema de Seguridad Social. Este esquema contemplaba una serie de importantes cambios: retraso de la edad de jubilación de los 65 a los 67 años; aumento de 35 a 37 años del período de cotización para alcanzar el cien por cien de la pensión; jubilación a los 65 años para aquellas personas que hubieran cotizado 38,5 años; aumento del período de cómputo de la base reguladora de 15 a 25 años; jubilación anticipada voluntaria para los que hubieran cotizado durante 33 años, estableciendo una penalización del 7,5 por ciento anual para los que lo hubieran hecho en un menor tiempo (si bien se aceptaba el retiro a los 61 años en caso de crisis empresariales); mayores dificultades en caso de jubilaciones parciales; extensión de los períodos para contratos en prácticas y por cuidado de los hijos (9 meses por hijo hasta un máximo de dos años); y, finalmente, ciertos incentivos para trabajar después de los 67 años. Han pasado poco más de dos años y todo lo anterior ha quedado obsoleto, al menos en parte. El actual Gobierno ha necesitado nombrar un grupo de "sabios" para ver qué hay que hacer con las pensiones. El sistema actual no aguanta. Se podrá argumentar que la crisis económica ha cambiado el escenario. Sin embargo, la clave se encuentra en un acelerado proceso de envejecimiento de la población, que viene motivado en lo fundamental por la caída de la fertilidad y por el crecimiento de la esperanza de vida. En 1970, en España, nacían 2,9 hijos por mujer en edad fértil. Un número enorme, pensando que la tasa de repoblación es de 2,1 hijos por mujer. Cifra que cuarenta años después, en 2010, se había reducido a 1,5, muy lejos del nivel de remplazo poblacional. A lo anterior, se suma el segundo componente: el crecimiento de la esperanza de vida. Si en 1919, cuando se estableció la edad de jubilación a los 65 años, la esperanza de vida al nacer era de 41 años, hoy está por encima de los 81 años. Con la circunstancia de que actualmente el 90 por ciento de los españoles llegan a la edad de jubilación, mientras que en aquella lejana fecha no lo alcanzaban ni el 35 por ciento de la población. Con la circunstancia de que la esperanza de vida a partir de los 65 años es hoy de casi veinte años. A lo que hay que añadir el hecho de que, si en 1970 había unas 4,2 personas en la población activa por pensionista, en 2010 eran unos 2,8 y se espera que en 2050 no lleguen a 1,5. Año en que la esperanza de vida de los hombres habrá llegado a los 84 años, y las mujeres a los 90. Cifras que hacen imposible mantener el sistema de prestaciones actual. Lo anterior desde luego no tiene en cuenta el fenómeno de la inmigración, que podría solventar o, al menos, mitigar el problema. En este sentido, el Instituto Nacional de Estadística aportó hace tiempo unos datos según los cuales el flujo de emigrantes en el período 2009-2019 sería de 3,8 millones: un millón menos que los que aparecieron en el tramo 2002-2008. Una cantidad que, si se descuenta el flujo de emigrantes españoles que salen fuera a buscar trabajo, podría quedar en un saldo del orden de 2,6 millones de inmigrantes netos en los próximos 35 años. Cifra, quizás optimista, que no acaba de paliar el problema. Particularmente porque el peso de las pensiones con respecto al PIB podría moverse en torno al 12-15 por ciento, gravando las cuentas públicas de una manera insostenible. De ahí que el Gobierno actual se haya puesto enfrente de un problema de difícill, pero de imprescindible solución. El sistema de reparto, pay as you go, basado en un acuerdo intergeneracional por el cual los que hoy trabajan sostienen a los pensionistas actuales, es difícil de mantener, ya que no deja de ser una transferencia de fondos entre los trabajadores actuales y los que viven en situación de retiro, independientemente del nivel de riqueza de unos y otros. Lógicamente, un sistema de capitalización total, según el cual cada trabajador ahorrara de forma voluntaria parte de sus ingresos para hacer frente a su pensión en el futuro, marginaría a las clases más desfavorecidas. Cosa que no resultaría justo. De ahí que el planteamiento futuro no tenga más remedio que considerar un esquema basado en tres pilares: una red básica que garantice una pensión mínima de carácter asistencial a aquellas personas que no logren una pensión mínima; un segundo pilar, igualmente obligatorio, de capitalización de cada trabajador que le garantice unos ingresos por encima del mínimo anterior; y un tercer pilar, también de capitalización, pero de carácter voluntario, que canalice el ahorro de los trabajadores hacia sus necesidades futuras una vez acabada la vida laboral. La clave del éxito estará, sin embargo, en la fiscalidad de estos sistemas. Una fiscalidad excesiva se volverá en contra de cualquier solución.