El petróleo está de moda. Unos lo mencionan como el principal culpable del repunte de la inflación en los últimos meses. Otros hablan de él como si se tratara del jinete del apocalipsis que dictará justicia en la economía mundial. Y no faltan quienes se dedican a predecir cuándo asaltará de una vez por todas la barrera de los 100 dólares por barril. De momento, ya ha protagonizado un aviso en toda regla, puesto que durante la semana pasada su precio alcanzó los 98,6 dólares en Estados Unidos y llegó hasta los 95,2 dólares en Europa. Como siempre, estas cotizaciones han nutrido todo tipo de debates. Ahora bien, mientras las luces de neón se centran en los precios, hay un elemento que suele quedar en un segundo plano. Se trata del poder que otorga un petróleo tan caro en las relaciones internacionales. Sin duda, el oro negro es un arma diplomática de primer nivel. Siempre lo ha sido, como ya intuyeron los países que fundaron la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en 1960. De hecho, dos de sus miembros se amparan ahora en el empuje de los precios del crudo para sacar pecho y tensionar la situación geopolítica al límite. Son Irán y Venezuela. ¿Se mostrarían sus respectivos dirigentes, Mahmud Ahmadineyad y Hugo Chávez, tan altivos, soberbios y arrogantes, tan aparentemente seguros de sí mismos, si sus países no fueran dos de los principales productores de crudo del mundo en un contexto como el actual, marcado por los altos precios del petróleo? El Chávez que se llena la boca de insultos hacia los empresarios españoles, que no duda en interrumpir el discurso de José Luis Rodríguez Zapatero una y otra vez, que crispa los nervios del Rey Juan Carlos I, que se postula a sí mismo como el libertador de Latinoamérica, ¿haría lo mismo si el petróleo, en vez de mirar de frente a los 100 dólares y cebar las arcas de Venezuela, cotizara a 50 dólares o por debajo? El petróleo le está permitiendo ser muy valiente, pero señor Chávez, ¿lo sería sin él? Permítame dudarlo.