La presión fiscal en España ha crecido dos puntos porcentuales en lo que va de legislatura, es decir, desde el año 2004. Este índice es el resultado de comparar la riqueza que genera el país (PIB) y los impuestos que se ingresan. El hecho de que aumente es un efecto normal, producto sobre todo de una economía muy dinámica, hasta el punto de ser la de mayor tirón en la Unión Europea. Por ello, y como principal argumento que esgrime el Gobierno, se crean empresas, se crea empleo y se genera consumo. La consecuencia directa de la bonanza económica es el crecimiento de la riqueza del país, y con ella la recaudación, lógicamente, también crece. En España, un 36,5 por ciento de la riqueza va a parar a las arcas del Estado, es decir, más de un tercio. A pesar de esta bonanza, dos puntos porcentuales de subida son mucha subida. Es cierto que se han creado más empresas y la masa salarial también ha crecido. De hecho, la mayor parte de la recaudación proviene de los impuestos de sociedades y de la renta de las personas físicas. Y, por eso, es ahí donde se puede actuar. Así, medidas como la deflactación de la tarifa del IRPF anunciada por el vicepresidente económico, Pedro Solbes, son instrumentos que tiene el Gobierno para evitar la pérdida del poder adquisitivo de los contribuyentes y para mantener un cierto control sobre la presión fiscal. El objetivo es evitar que el crecimiento de la recaudación no supere, proporcionalmente, al crecimiento de la propia economía. Al final, el contribuyente es quien debe ver la eficacia cuando compruebe su poder adquisitivo. Así no caerá el consumo. Así no se resentirá el crecimiento económico.