Los tambores sobre una nueva reforma fiscal de calado suenan cada vez con más fuerza, aunque su ejecución se vaya a quedar para la próxima legislatura y como caballo de batalla de las elecciones generales, adelantadas a noviembre o en marzo del año que viene. La cuestión está ahora en cómo orientar esa reforma y vendérsela a los ciudadanos como la panacea de todos los males, sin que salgan los recelos inevitables ante cualquier cambio fiscal. La reducción y cuasi eliminación del Impuesto sobre el Patrimonio está ya anunciada por delante, dado que el carácter redistributivo con el que se creó hace casi 30 años no tiene ahora sentido. La pregunta es si ese razonamiento, lógico en los tiempos de consumo y bonanza económica que vivimos, va a ser también el que se siga en la reforma, mucho más electoral, que se prepara. Para una cuestión baladí, pero llega a la misma médula de los razonamientos al uso en los manuales de Hacienda Pública y tiene una implicación directa en la vida cotidiana.Si se opta por el lado llamado progresista y se insiste en que la redistribución de las rentas es algo básico y de justicia social, las reformas económicas insistirán en los impuestos directos (Renta y Sociedades), ya muy exprimidos desde el punto de vista político y que sólo cabe bajar más. Pero si se opta por un modelo más liberal y, tal vez, acorde con los nuevos tiempos, la reforma debe atacar la imposición indirecta, la que grava el consumo y la producción (IVA, tabaco, hidrocarburos, alcoholes, etc.). En este caso se choca con que no se puede hacer tabla rasa al gravar el consumo, dado que las rentas bajas pueden sufrir mucho más que las altas, y sería poco justo. Pero centrar el debate en sólo esas dos opciones sería también un atraso. La nueva reforma debe mezclar una cuestión con otra: bajar la Renta o Sociedades, y subir el IVA en productos de lujo, por ejemplo. Hay que buscar el equilibrio fiscal: ni agobiar al consumo, ni machacar a las empresas.