D esde que se inició la crisis, hace ya dos años y medio, las autoridades públicas han acudido al rescate de las entidades financieras haciendo uso de enormes cantidades de dinero público. La amenaza de quiebra del sistema financiero es un argumento suficientemente sólido como para justificar este gasto. Sin embargo, a medida que la situación económica en los principales mercados que fueron azotados por la crisis parece estabilizarse, y las entidades financieras pueden comenzar a acudir de nuevo a los mercados para financiarse, se ha abierto el debate sobre cómo deben devolver las cantidades recibidas de sus gobiernos. El primero en mover ficha ha sido Estados Unidos, que fue precisamente el primero en entrar en la crisis y, además, el que ha pagado la factura más alta. Así, el propio presidente norteamericano ha anunciado el establecimiento de una tasa del 0,15 por ciento sobre los pasivos para entidades de gran tamaño, definidas como aquellas con un volumen de los activos consolidados superior a los 50.000 millones de dólares. Para el cálculo de la base imponible se deducirán, del total de activos, el capital Tier 1 (acciones y reservas) y los depósitos cubiertos por el Fondo de Garantía de Depósitos. Es decir, que pagarán más las entidades que operen con un mayor endeudamiento. Los cálculos del Tesoro estadounidense prevén que esta tasa permita, en los próximos 12 años, la devolución de los 117.000 millones de dólares que quedan pendientes de repagar del programa de recuperación de activos dañados (TARP, por sus siglas en inglés), recayendo más del 60 por ciento del pago en las diez instituciones financieras de mayor tamaño. El Gobierno norteamericano anuncia además su intención de trabajar, a través del G-20 y del Consejo de Estabilidad Financiera, en la posibilidad de hacer extensiva la aplicación de esta tasa, que denominan "por la responsabilidad en la crisis financiera", a otros centros financieros. Rápidamente han surgido voces que comparan este gravamen con la llamada tasa Tobin. Conviene, sin embargo, hacer una aclaración a este respecto. El premio Nobel de Economía James Tobin propuso en 1973 una tasa a las transacciones financieras internacionales, con objeto de evitar la especulación y la inestabilidad en los mercados. Si bien ideas similares han resurgido recurrentemente y el recurso a la terminología tasa Tobin ha sido utilizado para referirse a diferentes tipos de tasas que no respondían a la concepción original de su autor, en este caso las diferencias en los objetivos y las características del gravamen propuesto por Estados Unidos son tan substanciales que cualquier intento de recuperar el concepto de tasa Tobin no es sino una confusión terminológica. Lo que en este caso se está discutiendo no es cómo evitar la especulación, sino quién paga la cuenta del reciente rescate de las entidades financieras. Este debate no es nuevo, ni puede serlo en sociedades modernas consolidadas en las que existe transparencia sobre el uso de los recursos públicos. En cualquier caso, los argumentos de los críticos con la "tasa por la responsabilidad en la crisis financiera" apuntan al hecho de que otros sectores, sobre los que no se está planteando ningún tipo de gravamen, también han recibido importantes volúmenes de recursos públicos para garantizar su sostenibilidad en el contexto de la actual crisis. Finalmente, y éste es quizás el elemento esencial bajo el que en última instancia se debe valorar la iniciativa norteamericana y la posibilidad de trasladarla a otros mercados, tiene que ver con un concepto básico del derecho tributario: con la posibilidad o no de que el sujeto pasivo del gravamen (en este caso, las grandes entidades financieras) trasladen la carga tributaria a los consumidores finales, en este caso mediante un incremento del coste del crédito. En la medida en que no se pueda evitar esta traslación y el resultado de la imposición de una tasa pueda ser un aumento de la restricción crediticia, podríamos estar ante una medida que permita al contribuyente recuperar las cantidades aportadas a las empresas en crisis -a través de menores necesi- dades de financiación del Estado durante varios años-, pero que contribuya negativamente a la recuperación económica, al reducir o encarecer el flujo de crédito a familias y empresas, sin olvidar los efectos redistributivos del encarecimiento del crédito. En definitiva, la intervención pública ha evitado un mal mayor, como hubiera sido un colapso financiero, y ello ha tenido un importante coste que, además de pagar aquellos que asumieron un riesgo legítimo por un retorno esperado, han pagado los contribuyentes en todo el mundo. El reparto de esos costes es un tema complejo, con implicaciones de justicia distributiva, y que puede sentar precedentes para crisis futuras. Sin duda, el debate no ha hecho más que comenzar.