Enero no ha traído muchos datos nuevos y tampoco comentarios originales. Salvo quizás en la prensa internacional, que se muestra crecientemente crítica, hasta irónica, con la política económica española y con los delirios planetarios de una Presidencia europea que incumpliendo sistemáticamente las políticas comunitarias -véanse las sanciones cuando la opa de Endesa o la resignación ante las que vendrán por la trasposición de la directiva de servicios- se atreve a pedir un régimen sancionador más eficaz. Con los años que cuesta labrarse una buena reputación en Bruselas. Por lo demás, continúa el deterioro de los principales indicadores -esta semana hemos tenido inflación, paro y producción industrial-, pero la caída se va amortiguando. Para unos es señal de que la crisis se está acabando, para otros de que seguimos destruyendo empleo y tejido industrial. Quizás la mejor síntesis la ha ofrecido el secretario de Estado de Economía: no volveremos a ver los niveles de empleo anteriores a la crisis hasta dentro de cinco años. Ni el nivel de actividad económica, ni de consumo y ventas minoristas. Y para recuperar los niveles de recaudación fiscal aún habrá que esperar bastantes años más, porque la elasticidad renta de los ingresos públicos ha disminuido brutalmente. Se trata además de un escenario optimista, que supone un efecto péndulo automático. Pero ese efecto es una ilusión. No existe. La economía no rebota automáticamente. Por ejemplo, el déficit público no se va a corregir solo, y el Gobierno tendrá que elegir si continúa endeudándose con el riesgo de entrar en una dinámica explosiva en unos mercados crecientemente nerviosos con la deuda pública, o se aviene a entrar en razón y presenta un plan serio de consolidación fiscal. Lo mismo pasará con el sector inmobiliario, o los precios bajan un 30% como mínimo o el exceso de oferta tardará muchos años en ser absorbido por una población cuya renta disponible disminuye y paga tipos de interés crecientes. Si seguimos negando el problema y queremos salvar el sector con vivienda oficial y protecciones contables, la crisis durará diez años. Por no hablar del sector financiero, cuyo ajuste es urgente. No solo tiene un problema de 'stocks', de activos fallidos relacionados con la burbuja inmobiliaria y las alegrías con las que se financiaron algunas operaciones corporativas, sino que tiene un aún más grave problema de flujos. Incluso en el escenario macroeconómico optimista descrito anteriormente, caerán sus ingresos y aumentarán sus costes, un gran número de entidades registrarán pérdidas y necesitarán inyecciones de capital. Las fusiones son una manera de afrontar el problema, pero sólo si suponen reducciones significativas de capacidad instalada, de costes operativos. Y si sirven para disminuir la injerencia política en la gestión. Lo contrario de lo que está sucediendo ante el beneplácito de la autoridad responsable. Pero lo peor para el futuro es la caída en el PIB potencial, producto de la reducción de la población ocupada en dos millones de personas desde el inicio de la crisis. Hay muchos economistas que piensan que el milagro español fue básicamente debido a la incorporación de seis millones de trabajadores. Si perdemos dos de manera definitiva, solo queda resignarse a crecer menos en el futuro. Con lo que significa de agravamiento de los problemas mencionados. O hacer una reforma laboral que recupere el atractivo de contratar.