Francia espera, como agua de mayo, el resultado de sus elecciones presidenciales de este año. Una economía agotada, obligada a emprender reformas estructurales -en el mercado laboral, modelo social, servicios públicos y Estado- que le ayuden a salir del inmovilismo incompatible con su condición de sexta economía mundial, deberá finalmente decidir si apuesta por Ségolène Royal o Nicolas Sarkozy, dos modelos de renovación en la carrera hacia el Elíseo. Ségolène, tras derrotar categóricamente, con más del 60 por ciento de los votos, a los viejos elefantes socialistas, se presentó como la gran oportunidad. Rostro nuevo y una retórica populista parecían armas suficientes para enfrentarse a un Sarkozy cuyo desgaste como ministro del Interior y las luchas internas pasaban factura. Pero, con las elecciones cada vez más cerca, las encuestas empiezan a sonreír el candidato de la derecha francesa. Los lapsus de Ségolène (oposición a la energía nuclear para uso civil, apoyo al buen funcionamiento de la Justicia china, a la independencia de Quebec y de Córcega, entre otras), junto con la dudas que suscita un programa político que aboga por nuevas interferencias estatales en un país cuyo déficit público se aproxima al tres por ciento, están oscureciendo la confianza de los franceses. Frente a ella, Sarkozy sabe que las viejas fórmulas no valen para un presente globalizado y competitivo. Por eso, ha apostado públicamente por flexibilizar el mercado laboral y disminuir la presencia del Estado como actor económico. Aunque las promesas de rebajas impositivas tendrán que cuadrar, su victoria supondría la ruptura con algunos de los corsés tradicionales que lastran a la economía francesa.