Cuando en 1997 el ghanés Kofi Annan alcanzaba la secretaría general de Naciones Unidas, muchos pensaron que su carisma personal, junto con el conocimiento sobrado del terreno que pisaba -entonces llevaba 35 años formando parte del personal de la ONU-, podían ayudarle a cambiar algunas cosas. Entre los objetivos, se encontraba la renovación a fondo de una institución que estaba, y sigue estando, tan burocratizada que resulta incapaz de dar una respuesta efectiva a las necesidades reales. Se trataba, en definitiva, de dotarla de operatividad para intentar restaurar la confianza del público en ella. Una idea que él mismo resumió: "Acercar la ONU a la gente". Diez años después, Kofi Annan se marcha con la responsabilidad de la ocasión perdida. Su figura ha quedado ensombrecida por los escándalos financieros que rodearon la institución y que, a través de su hijo, le salpicaron personalmente. Además, su condición de africano que se interpretó como una declaración de intenciones hacia ese continente, no ha servido para subsanar la deteriorada imagen de las Naciones Unidas, que ha seguido empeorando tras su postura en conflictos como el de Sudán, con 200.000 muertes y dos millones de desplazados, o las denuncias de violación de los derechos humanos a las que, en el Congo, han tenido que hacer frente los cascos azules. También, su papel en la guerra de Irak evidenció la incapacidad de la ONU para erigirse, con voz propia, frente al fuego de intereses cruzados de su Consejo de Seguridad. Durante dos mandatos, Annan ha reforzado los defectos estructurales de una Organización clave en la estabilidad internacional... e incorporado algunos nuevos.