Cuando se acerca el momento de introducir la papeleta en la urna, algo se empieza a mover en política. Así que, en pleno boom de escándalos urbanísticos, el Gobierno ha decidido que las Fundaciones, las Agencias o los Consorcios se sumen a la restricción legal que impide a los funcionarios desarrollar una actividad en el ámbito privado que tenga relación directa que su actividad pública. Sin duda, subsanar un vacío legal existente es una decisión sensata... tan sensata como anecdótica. Porque la cuestión es: ¿podría el Gobierno regular también las actividades de los familiares de los trabajadores públicos? ¿Y la de sus amigos? La corrupción urbanística es un problema que va más allá de medidas parciales y aisladas. Acabar con este tipo de delitos pasa irremediablemente por enfrentarse al modelo de gestión del suelo, uno de los Pactos de Estado pendientes y que ningún partido quiere ser responsable de abordar. En este sentido, el anteproyecto de la Ley del Suelo tampoco parece que vaya a contribuir a solventar la situación, todo lo contrario. De hecho, la posibilidad de elevar del 15 al 20 por ciento la superficie que los constructores ceden a la Administración supone ampliar el margen para la especulación. En todo caso, es cierto que cualquier actuación en este campo debe acompañarse con la mejora de los controles sobre delitos como el tráfico de influencias, la información privilegiada y el cohecho. La consecución de una Administración más eficiente debe ser una máxima para todos los gobiernos, del signo que sean. En definitiva, esta iniciativa del Ministerio de Administraciones Públicas no pasará a la Historia como solución a la corrupción, ni siquiera como parte de ella.