El discreto encanto de la sentencia desestimatoria (y II)
La semana pasada me refería a que la jurisdicción acelerada, escrita y envarada que nos vemos resignados a profesar, se afana en soluciones jurídicas que yo tildaba de "...periféricas y falsamente evidentes, basadas en presunciones mal entendidas y en privilegios -cuando no en mitos procesales- que deben ser rectamente inter- pretados". Prescindiendo de la vertiente informática, que merecería capítulo aparte, me referiré a algunos de ellos:
1) La presunción de legalidad. Es un recurso técnico entre las prerrogativas de la Administración, inspirada en la idea medular de interés público. Bajo su construcción dogmática, se exige a quien se oponga a un acto y pretenda el cese de sus efectos la carga de impugnarlo judicialmente, previo agotamiento de vías preceptivas previas, y demostrar su disconformidad a Derecho.
Al servicio de este principio rector, los actos de la Administración se presumen válidos y eficaces, de donde resulta la exigencia de una iniciativa de signo contrario para obtener su expulsión del mundo jurídico cuando incurren en nulidad.
Su condición de mito -no el principio mismo, sino su depravación práctica- consiste en su hipertrofia, según la cual se abandona el carácter de mero instrumento técnico al servicio del bien común para configurar un acto prácticamente inexpugnable, favorecido por suposiciones de orden místico que obligan al destinatario a un esfuerzo a veces extenuante y baldío, como el de Sísifo. En modo alguno significa que los actos sometidos a proceso judicial gocen, una vez iniciado éste, de una presunción favorable a su legalidad y acierto que no pueda ser destruida.
2) El carácter revisor de la jurisdicción. Da lugar a uno de los más obstinados mitos. Significa, en rigor, que la jurisdicción contencioso-administrativa sólo puede fiscalizar actos dictados previamente por la Administración y ventilar pretensiones relacionadas con ellos, no diferentes de las ejercitadas en las vías previas.
No puede servir de pretexto para limitar el objeto procesal, definido por los actos y pretensiones -con las salvedades que la propia ley admite, como en materia de responsabilidad patrimonial-, también a los motivos de nulidad y, menos aún, a los argumentos en que se sustentan, que pueden aducirse por vez primera ante los Tribunales, sin ninguna cortapisa. Tampoco el carácter revisor exige un pronunciamiento previo de fondo de la Administración cuando ésta, indebidamente, silencia o no admite una reclamación o recurso y los tribunales anulan esa decisión. En tal caso, puede el órgano judicial, si el demandante lo pide, examinar el asunto en su integridad, sin reenviarlo de nuevo.
3) Los hechos son los determinados en el procedimiento previo. Se trata de otra de las arraigadas tradiciones que insólitamente perviven, basada en privilegios de la Administración necesitados de una actualización.
Ni la Administración ostenta el monopolio de la verdad, ni las partes llegan al proceso con la prueba ya consumada. Existe una verdadera superstición, tan decrépita como contumaz, según la cual sólo serían admisibles en el litigio las pruebas de confrontación o refutación de los hechos incorporados al expediente.
Por el contrario, el principio de tutela judicial efectiva, dispensada por jueces y tribunales, incorpora constitucionalmente el derecho a utilizar todas las pruebas necesarias, bajo un régimen de libertad de configuración, al servicio de los intereses de las partes, sin que el expediente encauce o condicione los hechos ni implique sujeción proveniente de la vía administrativa.
4) Corresponde al recurrente probar los hechos del proceso. Es otra de las leyendas que corren en el contencioso-administrativo. Se trata de una verdad a medias, pues la carga de la prueba, que distribuye entre las partes el efecto perjudicial de que un hecho no haya sido probado, no pesa sólo sobre los hombros del actor, sino que debe repartirse en función de la naturaleza del hecho, de los esfuerzos probatorios realizados y de la aplicación de principios generales.
En este punto, la incorporación de la Ley de Enjuiciamiento Civil a nuestro proceso ha traído principios y reglas innovadoras, como la de la facilidad de la prueba, de muy adecuada aplicación al contencioso, que impide el favorecimiento de una parte que se limita obstinadamente a negar, como sucede a menudo con la Administración tributaria.
5) La ejecución de la sentencia. Es en este interesante punto donde se agudiza la condición quimérica de la jurisdicción, en especial en los actos tributarios. En contra de los dogmas más elementales y de las cruciales reglas de toda ejecución, la de la sentencia tributaria reviste caracteres de arcana comprensión para los mortales, que se acerca al delirio para un administrativista y de pura incredulidad con tintes de depresión si es un experto en Derecho procesal quien se aproxima a la figura.
Me limitaré a dos manifestaciones del fenómeno: de un lado, la ejecución de la sentencia desestimatoria, verdadera aportación a la ciencia procesal que reviste notas mágicas, ya que no hay nada que ejecutar. La otra es de una perfección casi artística, la de ejecutar una sentencia favorable mediante un acto nuevo y más gravoso, sazonado con los consabidos intereses de demora.
En fin, toda una pertinaz mitología que resiste el paso del tiempo, los livianos embates de la ley y el minucioso trabajo, próximo a la entomología, de algunos esforzados jueces.