Televisión

El juez pide a Mediaset las facturas de los pagos a Elisa Mouliaá y a Sumar la investigación interna contra Errejón


Informalia

El escándalo que rodea a Íñigo Errejón, sujeto a investigación judicial por una supuesta agresión sexual, nos ofrece un nuevo y estridente episodio de esa farsa tragicómica en la que la política y la farándula, el periodismo y la cloaca, se dan la mano con la obscena familiaridad de dos compadres que han trasegado juntos demasiadas botellas. La instrucción del caso avanza con la meticulosa parsimonia de una procesión fúnebre, exhumando pruebas, solicitando testimonios, requiriendo contratos y pagos que —presumiblemente— puedan arrojar alguna luz sobre la veracidad o mendacidad de las acusaciones. Pero, como en tantos otros episodios de la política contemporánea, la verdad se convierte en una marioneta que cada bando maneja a su antojo, según la conveniencia del momento y los réditos que pueda obtener de su manipulación.

El juez instructor, Adolfo Carretero, tal y como exigía la demandante y presunta víctima, ha solicitado a Sumar la investigación interna que el partido llevó a cabo sobre su ex portavoz, en un intento por dilucidar si la formación política actuó con diligencia o si, por el contrario, se encastilló en el silencio para evitar un escándalo mayor. A su vez, ha requerido a Mediaset, como pidió Errejón, que informe sobre las cantidades abonadas a la actriz Elisa Mouliaá por sus apariciones televisivas. Ella nos negó inicialmente que cobrase por esas entrevistas cuando lo adelantamos. Pero las hubo y el juez cree que la posibilidad de que la denunciante haya hecho caja con su versión de los hechos resulta, cuando menos, un ingrediente adicional en esta olla podrida de intereses cruzados. Mientras tanto, se ordena el análisis de los dispositivos electrónicos tanto de Errejón como de la actriz, en busca de mensajes que confirmen o desmientan lo relatado por ambas partes. También se cita como testigos al hermano y al padre de Mouliaá, a una amiga cercana y a los organizadores de la fiesta en la que presuntamente ocurrieron los hechos.

En este punto, el lector avezado podría preguntarse si nos encontramos solo ante una genuina investigación judicial o más bien ante una intriga decimonónica, donde el honor mancillado y las pasiones ocultas se entremezclan con cálculos políticos y ansias de protagonismo. Porque este asunto, más que al ámbito de la justicia, pertenece a ese circo mediático que hace tiempo tomó las riendas de la vida pública, donde cualquier conflicto se dirime no en los tribunales, sino en los platós de televisión, y donde la verdad ha dejado de ser un valor en sí mismo para convertirse en una mercancía con precio de venta.

El espectáculo, sin embargo, no solo lo protagonizan los contendientes directos de este duelo. También intervienen en él los acólitos de uno y otro bando, dispuestos a ajustar su moral y su sentido de la justicia a la conveniencia de sus afinidades ideológicas. El progresismo, tan dado a impartir lecciones de pureza ética, se encuentra en un aprieto cuando el acusado es uno de sus abanderados: si fuera un político de derechas, los mismos que hoy claman prudencia estarían exigiendo su lapidación pública. Pero la hipocresía no es un patrimonio exclusivo de la izquierda: los adversarios políticos de Errejón, que en otras circunstancias defenderían la presunción de inocencia con uñas y dientes, hoy se relamen ante la posibilidad de ver a un adversario hundido en el fango.

Y así, entre comunicados de partidos, filtraciones interesadas, tertulias inflamadas y titulares a gritos, la justicia —esa anciana desdentada y miope, siempre a punto de tropezar— avanza tambaleante, mientras a su alrededor se teje la tela de araña de la infamia y la manipulación.