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Todas las cosas horribles que Elon Musk puede hacer y contar sobre su ex "jefe" y amigo Donald Trump


Lucas del Barco

La pregunta, ahora, es si caerá primero el hombre más rico del mundo, el más poderoso o al menos quién perderá más en esta lucha de titanes. Si cae el dueño de Tesla tratará de arrastrar con él al mismísimo presidente de los Estados Unidos. Mientras, desde el sofá, aplaudimos esta ópera bufa sin darnos cuenta apenas de que, en cada acto se quema otro fragmento de lo que entendíamos por democracia.

En este circo global donde el dinero vuela en jets privados y las ideas en ráfagas de tuit, no es extraño que dos titanes del ego, Donald Trump y Elon Musk, hayan pasado de la complicidad al abismo. Antes brindaban entre chistes malos y promesas megalómanas; ahora se lanzan dardos digitales y amenazas veladas, como dos emperadores romanos condenados a matarse en el Coliseo del siglo XXI: las redes sociales. Trump, el profeta de sí mismo, el César dorado de la América profunda, había encontrado en Musk no sólo a un aliado millonario, sino al demiurgo perfecto para hacer que el algoritmo de X (antiguo Twitter) susurrara su nombre a millones de fieles. Pero ahora, el magnate sudafricano ha girado el cuello como un halcón que huele la carroña. Y ha encontrado en su antiguo amigo una presa lenta, torpe, desorientada.

A simple vista, ésta podría parecer una pelea de patio entre dos hombres con más dólares que neuronas en calma. Pero en el fondo, lo que se dirime es más sutil y peligroso: el control del relato. Musk tiene los dedos en el teclado de un algoritmo omnipresente y, si se lo propone, también los documentos en el cajón de un pasado compartido. Es decir, poder. Pero claro, hablar de pider es hablar del presidente de EEUU, del comandante en jefe del Pentágono. Del de los botones nucleares.

Cuando Musk compró Twitter en 2022, muchos pensaron que era otro capricho de millonario, como lanzar cohetes o cavar túneles debajo de ciudades que no habian pedido los subterráneos. Pero en 2024, al declararse públicamente a favor de Trump, su red dejó de ser un negocio para convertirse en arma. Cuentas afines al presidente fueron repentinamente mimadas por los algoritmos, como si una mano invisible les empujara hacia la cima de la visibilidad. Trump volvió a sentirse invencible. Musk parecía su hechicero. Esta historia no va solo de dos hombres. Va del mundo que hemos construido. Un mundo donde un tuit puede cambiar una elección, una fortuna puede destruir un partido y un resentimiento personal puede incendiar una república. Trump y Musk son, más que protagonistas, el reflejo más grotesco de esta época: uno se cree rey, el otro se sabe dios.

Cosas feas que puede contar

La alquimia se ha roto. En los últimos días, Musk no solo ha roto el silencio, sino que ha comenzado a deslizar insinuaciones que, traducidas al lenguaje del poder, suenan a amenaza. Ha hablado de crear un nuevo partido político —una casa sin Trump—, de apoyar a JD Vance como posible sucesor del presidente, y ha insinuado que sabe cosas. Cosas feas. Cosas feas que puede contar.

Trump tiene el músculo de las masas. Pero Musk tiene el bisturí de los datos, la precisión del algoritmo y una caja de herramientas construida con capital que supera los 400.000 millones de dólares. Si decide destinar un gramo de esa fortuna a erosionar las bases republicanas o a alimentar campañas opositoras, podría alterar los cimientos ya tambaleantes del Congreso estadounidense. La política, al fin y al cabo, no se gana en las urnas, sino en las emociones. Y Musk sabe agitarlas con una encuesta, un meme, una sola frase. ¿Y qué decir de la memoria? Musk ha estado en los pasillos oscuros de la Casa Blanca, en los despachos donde las palabras no se graban y los compromisos se sellan con miradas. Si algo sabe, si algo oyó, si algo vio… eso puede convertirse en la nueva narrativa.

Steve Bannon, el Rasputín oxidado de la revolución trumpista, ya ha pedido la deportación de Musk

Porque Trump, al final, teme una cosa por encima de todas: que alguien más maneje su propia historia. Ian Bremmer, analista político de verbo certero, lo resumió con una frase tan quirúrgica como cruel: "Trump es mucho más poderoso que Elon, pero también mucho menos competente". Esa incompetencia —envuelta en eslóganes y coronada por una gorra roja— es lo que Musk podría ahora utilizar para arrastrarlo al fondo. Porque el rico, cuando se siente traicionado, no dispara: invierte. Steve Bannon, el Rasputín oxidado de la revolución trumpista, ya ha pedido la deportación de Musk, y la nacionalización de sus empresas. La idea, tan delirante como probable en ese ecosistema de testosterona y paranoia, ha encendido aún más la hoguera. Musk ha respondido llamándole "retrasado" y "comunista", como si el siglo XXI fuera un bar de carretera donde las peleas empiezan por menos. Pero más allá de los insultos, hay una grieta. En esa grieta, se abre una pregunta: ¿cuánto daño puede hacer un hombre que lo sabe todo, lo controla casi todo y no teme a nada? La respuesta está aún por escribirse. Pero si algo ha demostrado Musk es que, cuando se trata de venganza, la suya no es una bala. Es una red de datos. Un misil con código Python. Un algoritmo hambriento.