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La hija de Mario Conde y Colate Vallejo-Nágera: el romance inesperado que reaviva una pasión de juventud


Informalia

Hace unas semanas, Informalia avanzaba en primicia que el ex banquero Mario Conde tenía una nueva ilusión. Y ahora es su hija Alejandra la que llevamos a los titulares, porque la hija del ex presidente de Banesto es víctima de Cupido. Y el afortunado es uno de esos galanes emparentado con la fama, capaz de casarse con Paulina Rubio, de enamorar a famosas como Eugenia Martínez de Irujo y hasta de concursar con Isabel Pantoja en Supervivientes.

La historia es digna de los veranos eternos de Marbella, cuando las pasiones se cuecen al sol y las segundas oportunidades parecen arrancadas de una novela rosa con tapas de oropel. Alejandra Conde, la discreta heredera de un apellido que aún resuena en los pasillos del poder, vuelve a sonreír. No lo hace en grandes platós ni bajo focos traicioneros, sino desde el rincón más humano del corazón: el reencuentro con un viejo amor. Él es Nicolás Vallejo-Nágera, Colate para los íntimos y para la prensa del corazón, ese dandi incombustible que supo reinventarse entre reality shows, alfombras rojas y tempestades sentimentales. Ella, en cambio, ha cultivado un perfil opuesto: silencio, trabajo, familia y la elegante costumbre de no alzar la voz. Mientras su padre caía del pedestal dorado de Banesto al barro de la prisión, Alejandra tejía su destino con hilo fino, sin alardes ni escándalos.

Se conocieron en los años mozos, cuando Madrid era un parque de juegos para veinteañeros con apellido ilustre. Se presentaron por una amiga común y, como sucede a menudo en las primeras pasiones, la historia quedó trunca. Hasta ahora. Dos décadas después, el azar —o quizá un algoritmo cósmico— ha querido darles otra oportunidad. Y allí estaban, paseando por Pedraza entre luces de diciembre, entre rumores y cafés tibios.

La vida de Alejandra no ha sido una alfombra roja, sino más bien un sendero entre luces y sombras. Nació en la cresta de la ola, entre los ecos de los discursos de su padre en Banesto y las fiestas de alto copete en Los Carrizos, la finca sevillana de los Conde. Pero cuando la ola se estrelló contra los arrecifes judiciales, ella mantuvo la calma. Estudió Derecho, vivió en internados ingleses que la enseñaron a doblar sábanas y a encontrar su lugar en el mundo sin mayordomos. Fundó A-típica, una empresa de organización de eventos, y más tarde se casó en Sevilla con Fernando Guasch Vega-Penichet, con quien tuvo tres hijos. La boda fue un compendio de linajes y azahares, como mandan los cánones de la aristocracia moderna.

Pero hasta los cuentos mejor hilvanados se descosen con el tiempo. En febrero de 2023, la pareja puso fin a casi veinte años de vida en común. Y ahora, en el silencio posterior a la tormenta, Alejandra ha vuelto a apostar por el amor. La imagen que ha encendido todas las alertas fue publicada por Colate en sus redes sociales. En ella, se le ve abrazado a una mujer de espaldas que, aunque no muestra el rostro, todos reconocen ya como Alejandra. La instantánea, tomada en Mallorca, está acompañada por tres hashtags: family, love y wedding. ¿Premonitorios? Tal vez. ¿Inocentes? Improbable.

Lo cierto es que el idilio parece haber madurado en la discreción de estos seis meses. Madrid ha sido testigo de sus paseos, y Pedraza el telón de fondo de un reencuentro sin estridencias. A diferencia de su ex cuñado mediático, Alejandra no se ha pronunciado. No hay exclusivas vendidas ni entrevistas pactadas. Hay, eso sí, una sonrisa nueva y una complicidad que no necesita palabras.

A veces, el amor se disfraza de segunda oportunidad y se instala en la madurez con más fuerza que en la juventud. Y si bien la historia de Alejandra y Colate no ha pasado —aún— por el altar, la fotografía en la que ambos aparecen abrazados ya ha sellado algo más importante: la posibilidad de volver a empezar. Porque incluso cuando uno nace en el ojo del huracán mediático, cuando los padres llenan portadas y los apellidos pesan como una losa, queda un rincón para la ternura. Y es allí, entre un paseo sin paparazzis y un abrazo robado a la rutina, donde quizás se escriban las páginas más sinceras del amor.