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La estirpe de Vargas Llosa: un legado que se bifurca en una fotógrafa, un alto comisionado de la ONU y un marqués

Vargas Llosa, en su 89 cumpleaños

Lucas del Barco

Por más que uno quisiera pensar que la posteridad de un genio literario continuará con pluma en mano, escribiendo las líneas de una herencia cultural viva, el caso de Mario Vargas Llosa —Premio Nobel de Literatura y acaso el último gran narrador del Boom— desmiente cualquier determinismo romántico. Su linaje, amplio, diverso, desperdigado entre continentes y ambiciones modernas, no ha optado por continuar el sendero de la ficción, sino por abrirse camino en otras selvas: la economía, la política, la diplomacia, la empresa, la fotografía. Ninguno de sus siete nietos escribe novelas. Ninguno, al menos de momento, ha sentido la tentación de ficcionar la realidad como lo hizo el patriarca con voz firme y espíritu combativo.

Vargas Llosa ha muerto en Lima; volvió allí a morir como los elefantes, como deseaba, en esa ciudad que, pese a sus huidas y sus exilios voluntarios, jamás dejó de pertenecerle. Fue su hijo Álvaro quien comunicó la noticia, con un tono sobrio, respetuoso, casi inglés. Nada de velorios públicos ni homenajes ostentosos. Solo la intimidad, el fuego, las cenizas. El final discreto para una vida que fue todo menos tímida. Porque Mario, desde su juventud febril hasta su vejez aún polémica, fue un hombre de pasiones: por la literatura, la política, las mujeres, la libertad.

Marqués de Vargas Llosa

Álvaro, su primogénito, se alzará ahora con el título nobiliario que el rey Juan Carlos le concedió a su padre en 2011: marqués de Vargas Llosa. Es un reconocimiento simbólico, sí, pero no vacío. Porque aunque no se haya entregado a la novela, Álvaro ha sido siempre un hombre de pensamiento. Estudioso de la historia, opinador influyente, ensayista riguroso. Desde The Washington Post hasta conferencias en Madrid o Nueva York, ha defendido con claridad las ideas liberales que su padre abrazó tras romper con el marxismo juvenil. Su vida, sin embargo, no ha sido tan monolítica como su discurso: matrimonios rotos, mudanzas, hijos criados entre distintas culturas.

Entre esos descendientes, Leandro parece ser quien más se aproxima al ideal ilustrado de su abuelo. Académico, políglota, colaborador en publicaciones universitarias, su trayectoria es la de un joven del siglo XXI que conjuga la tradición con la urgencia de lo global. Pero no escribe ficción. No parece interesarle el drama de lo humano como lo interesaba a Mario, que fue capaz de convertir la selva, el cuartel, el prostíbulo, la dictadura, el amor, la traición, el exilio, en materia de novela.

Josefina y Ariadna, nietas del segundo hijo de Vargas Llosa, Gonzalo, han heredado una vocación pública, aunque no literaria. La primera, politóloga con formación en Columbia, trabaja en la ONU y parece llevar en el cuerpo una elegancia natural, el tipo de mujer joven que también podría haber poblado una novela de Vargas Llosa, si este hubiese ambientado alguna en las oficinas de Manhattan. La segunda, Ariadna, ha hecho del lujo y la estética una carrera. Vive en Dubái, trabaja en moda, diseña mundos que seguramente a su abuelo le habrían parecido frívolos y fascinantes al mismo tiempo. La imaginamos contándole de sus proyectos por videollamada, mientras él, desde su escritorio limeño, escucha con una sonrisa escéptica y un comentario irónico en los labios.

Y luego está Morgana, la hija menor. Ella sí heredó algo más íntimo: la mirada. No la de narrador omnisciente, sino la de fotógrafa. Su obra, silenciosa, comprometida, ha recorrido zonas de conflicto, rostros anónimos, la belleza sutil de lo cotidiano. Publicó libros, expuso, eligió el lente como herramienta de narración. Es, tal vez, quien más se acercó al acto de contar sin escribir. De atrapar lo real con un lenguaje propio.

Pero ninguno de sus hijos, hijas ni ninguno de sus nietos ha querido asumir el peso de ese apellido como un destino literario. Quizá porque ser descendiente de Vargas Llosa impone una exigencia casi intolerable. ¿Cómo escribir después de Conversación en La Catedral? ¿Cómo competir con el recuerdo del Nobel bailando en una boda, con el brillo de su vida amorosa aireada en revistas, con la sombra de un hombre que fue, a su modo, un personaje de novela?

Tal vez, después de todo, eso sea lo más vargasllosiano de sus herederos: el no seguirlo. El elegir, como Zavalita, no encontrar la respuesta. O mejor dicho, buscarla en otros rincones, lejos del papel, de la tinta, del drama narrado. Serán, sin saberlo, personajes de esa otra novela que su abuelo ya no podrá escribir, pero que sigue latiendo en los márgenes de su vasta obra. Porque aunque no escriban, todos ellos —Álvaro, Leandro, Josefina, Ariadna, Morgana, Isabella, Anaís— son parte del relato. Son, a su modo, los capítulos no escritos de su historia.