Casas Reales

Laurence Debray, la hija de la revolución que guillotina el silencio del Borbón ofendido y se lleva una fortuna

Laurence Debray

Lucas del Barco

Cuenta Laurence Debray que una tarde de otoño, con París vestida de gris plomo y el Panteón como testigo mudo, le sonó el teléfono. Al otro lado de la línea, desde los horizontes desérticos de Abu Dabi, el rey autoexiliado le daba las gracias por recordarle al mundo que no todo en él eran comisiones, amistades árabes o amantes melodramáticas. Que hubo también un timón firme en el golpe del 23-F, una sonrisa franca en los años de plomo y una habilidad sin parangón para convertir la monarquía en puente, y no en obstáculo, hacia la democracia.

Hay en el destino de los seres humanos grandes y pequeños una melancolía ineludible. Pero en los que hacen historia, para bien o para mal, hay además un rastro de polvo solar que se posa sobre su figura cuando los reflectores se apagan y queda, como único sonido, el crujido del mármol donde reposan los nombres que algún día presidieron estatuas. En el caso de Juan Carlos I, la estampa es doblemente trágica. Se intuye que él considera que a la sombra que deja el paso del tiempo, se le ha sumado la de la ingratitud. Se diría que las críticas a sus errores las ve como una plaga moderna que castiga a quien ha servido a su patria con la desmemoria que solo el confort del presente permite. Pero claro, Juan Carlos I olvida que hasta su hijo le ha señalado.

Cuando Laurence Debray, francesa de prosapia intelectual y genes revolucionarios al estilo gauche divine, se decide a entrar en la caverna del tiempo para rescatar la voz del antiguo monarca que se suponía casi silenciado, lo que acomete no es una empresa literaria, sino una forma de redención. Ese parece ser el tono del grito que nos anuncian. Redención para él, el rey viejo; pero también para nosotros, los súbditos amnésicos que fuimos capaces de olvidar —con el mismo descaro con que se olvida una deuda impagable— el papel de aquel hombre en nuestra modernidad democrática. Da igual que se llevara millones, que engañara a su padre, a su mujer, a su hijo, a Franco y a sus súbditos.

Debray debió quedar embrujada tal vez por la innegable capacidad de seducción de Juan Carlos I, y por los ceros de Planeta, una fortuna como la de tan jugosas memorias a nivel mundial, y aceptó la invitación. Y se fue. Como una nueva Sainte-Beuve, acompañada no por Baudelaire sino por su marido y sus hijos, cruzó los mares del desierto para sentarse junto a un Borbón de voz ya más apagada, pero con memoria todavía viva. En esas conversaciones que duraron años —interrumpidas por comidas sobrias y silencios densos como el incienso de palacio—, fue aflorando lo que el rey tenía para decir: no su defensa, sino su versión; no su excusa, sino su relato.

Laurence Debray con Juan Carlos I

El libro que de ese empeño va a nacer en noviembre, lleva por título Reconciliación, que no es palabra vana ni elegida al azar. Reconciliarse no significa justificar, sino comprender. No exculpar, sino mirar de frente sin la venda de la propaganda ni el juicio sumarísimo de las tertulias. Reconciliarse es, el acto maduro de perdonar, de olvidar un poco. La paz para un pueblo que quiere conocerse sin avergonzarse, que desea reconocerse en sus luces sin negar sus sombras, pero tal vez atenuarlas con el loable fin de convivir en paz.

Un zarpazo a Zarzuela

Debray sabe que no ha escrito Las confesiones de San Agustín. Sabe también que no hay en el libro revelaciones que puedan estremecer a los políticos ni titulares que provoquen escalofríos en la prensa. Pero se hará la interesante por la cosa del marketing. En su libro, en el libro que le ha escrito al padre del jefe del Estado, hay algo más valioso: la voz directa, sin ventrílocuos, del gran actor del final del siglo XX español y buena parte del XXI. Hay, también, un ejercicio de provocación: es evidente que la publicación llega a contrapelo. Es lo contrario de lo que quiere Zarzuela. La notoriedad de Juan Carlos es lo contrario al estilo de Felipe VI.

Laurence Debray con la infanta Elena en Sanxenxo

No hay fidelidad del padre hacia el hijo con el anuncio de la autobiografía. Lo que para Juan Carlos I es un rescate de la historia desde lo íntimo, desde lo humano, desde su verdad, es para Zarzuela el percutor de un torrente de titulares que no controla como quisiera. La autora lamenta en donde le dan voz que el archivo personal del rey siga secuestrado por la maquinaria palaciega. Eso viene a denunciar. Esa misma maquinaria, señala la biógrafa, con una mano limpia la imagen de la institución y con la otra silencia al padre. Ese es el dardo que lanza de prólogo. El resultado es que el anterior monarca tuvo que tirar de su propia memoria, de viejos conocidos, de fotografías desordenadas y recortes de periódico amarillentos para reconstruirse a sí mismo. Eso cuenta Debray. Como Ulises en Ítaca, tuvo que hilar su propia historia sin Penélope que lo esperase.

La otra imagen de Juan Carlos I

Vaticinamos que el retrato que emerja de esas páginas no será el del bon vivant de cacerías, domadoras consortes, yates y jeques, sino el del hombre meticuloso, metido en papeles, corrigiendo cada palabra, pesando cada adjetivo, como si supiera que este, al fin, era su último acto de servicio. Hay en la imagen difundida por la revista Hola, la del rey leyendo, subrayando y anotando, junto a la joven escritora, un bochorno de cliché, una burla, una indignidad propia de estos tiempos del tuit y la ocurrencia.

Dice la coautora que hubo roces. ¿Qué relación intensa no los tiene? Dice que el rey se enfadó con ella cuando osó comparar, con la altanería del intelectualismo francés, la educación de Felipe VI con la de un alumno de la École Normale Supérieure. "No es para tanto", vino a decirle. Y él, padre antes que político, se dolió. Porque Juan Carlos, pese a todo, sigue siendo un padre que ve en su hijo la continuidad sin escándalo.

Va a ganar bastante dinero aunque a los hijos de la revolución les muevan más los ideales que la plata

Debray ha dado un pelotazo con este testimonio. Va a ganar dinero por mucho que a los revolucionarios los muevan más los ideales que la plata. Pero testimoniar no debe ser exculpar, ni mitificar, sino rescatar del lodo del olvido aquello que la historia, en su precipitación, está dispuesta a enterrar. Que una francesa nacida en París, donde bautizaron la guillotina (que viene de Joseph-Ignace Guillotin), haya tenido que venir a recordar a los españoles quién fue un Borbón es una paradoja dolorosa. Pero también es una lección. Una lección que, quizá, nos merecemos. La cuestión es si la merece Felipe VI.

Laurence Debray en la presentación de su libro 'Mi rey caído'

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