Global

Atrapados en la torre: la tragedia, en primera persona

    Dentro de una semana se cumple el quinto aniversario de los atentados contra las Torres Gemelas. <i>Montaje: eE</i>.


    "Dormimos seguros en nuestras camas porque los hombres fuertes esperan preparados durante la noche ante la violencia de aquellos que quieren herirnos”. Esta frase de George Orwell despide cada uno de los correos electrónicos de Mathew B. Tully. Para cualquiera de sus receptores no es más que una cita patriótica que rememora el sentimiento heroico de muchos estadounidenses.

    Para Tully y todos los supervivientes a los ataques del 11 de septiembre supone el macabro recordatorio del día que cambió sus vidas. Hace cinco años, este conjunto de palabras apenas tenía significado alguno para este corpulento hombre de profundos ojos azules, de no ser por su pasado como miembro de la Guardia
    Nacional.

    La mañana del 11s

    Aquella mañana, y como otra cualquiera, Tully despertó al lado de su prometida Kimberly en su apartamento de Brooklyn. Ella permaneció perezosa unos minutos más en la cama mientras su novio preparaba café y miraba a través de la ventana la casi hiriente claridad que rodeaba a los dos colosos titanes que se erigían justo enfrente de sus narices.

    Acostumbrado al paisaje, Tully vio cómo el reloj marcaba las siete de la mañana y comenzó a asearse para acudir a su trabajo en las oficinas que Morgan Stanley poseía en una veintena de pisos de la torre sur del World Trade Center.

    “La vista del apartamento era envidiable, pero levantarse cada mañana y ver las oficinas a las que acudía diariamente creaba algo de angustia”, asegura el abogado.

    Exactamente 60 minutos más tarde, Tully llevaba puesto su impecable traje de chaqueta y corbata mientras Kim resaltaba su clásica belleza americana con un traje de chaqueta oscuro.

    Ambos, como cualquier pareja de enamorados, abandonaron su casa de la mano camino a la parada de autobuses.

    Para cuando Tully puso el pie en la entrada de la torre sur, Manuel Chea, encargado de supervisar los servidores
    informáticos de un banco japonés en la torre contigua, ya llevaba cuarenta minutos en su oficina del piso 49.

    Después de abandonar su casa en Nueva Jersey a las siete de la mañana, donde su mujer y sus dos hijos aún dormían, Chea llegaba como de costumbre una hora antes a su trabajo.

    “En los servidores solía quedar algún que otro correo electrónico extraviado y prefería ponerlos a punto antes de que el resto de personas aparecieran alrededor de las nueve”, explica.

    Con su latte en la mano y un baggle sobre la mesa, el ingeniero informático disfrutaba en la soledad del inmenso habitáculo.

    El principio del fin: 8:46

    Cuando el reloj marcaba exactamente las 8.46, a falta de 20 segundos para marcar el minuto 47, el edificio comenzó a tiritar.

    El vaivén derivó en un tremendo retortijón que hizo que las
    paredes comenzaran a sufrir convulsiones.

    El corazón de Chea se paró un segundo mientras su mente no paraba de reproducir las palabras del equipo de la Autoridad Portuaria que aseguraba que, en caso de un movimiento sísmico, la flexible osamenta de aquel gigante de la arquitectura moderna daría un par de bandazos.

    Un ensordecedor trueno inauguró la cuenta atrás que dividiría la vida de la muerte. Chea recordó el coche bomba que ya demostró la vulnerabilidad de las Torres Gemelas en 1993.

    Historia del World Trade Center

    El conocido como World Trade Center comenzó a construirse en 1966 y, en un principio, el complejo formado por siete edificios se diseñó para acoger
    a la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey.

    Más de 50.000 trabajadores acudían diariamente a
    trabajar allí y más de 40.000 personas pasaban por el complejo comercial que las torres albergaban en sus entrañas, mientras su respectiva parada de metro conectaba la parte oeste del downtown neoyorquino con el resto de arterias de la ciudad.

    En este simbólico reducto del poderío occidental las puertas que conducían a la azotea estaban permanentemente bloqueadas, no había un plan de evacuación y sus tejados hubieran hecho que el aterrizaje
    de un helicóptero fuera una odisea.

    Comienza la evacuación

    A Tully no le dio tiempo a subir a su oficina en el piso 65. Justo cuando esperaba el ascensor, el vuelo 11 de American Airlines, procedente de Boston, impactaba en la primera torre del complejo, la norte, aquella en la que Chea supervisaba diariamente los servidores.

    Los pisos 93 y 99 saltaron por los aires. La banda sonora de aquel momento en la torre sur estuvo marcada por el resquebrajo de los ventanales, la histeria colectiva y un guardia de seguridad que se apresuró a dar la orden a los allí presentes para que evacuaran el edificio a través de la salida que comunicaba con el entramado del metro.

    Tully no dudó ni un momento en dirigirse directamente al nivel inferior del edificio. La llave para mantenerse con vida continuó guiando su instinto y finalmente salió a la calle.

    Mientras, en los pisos superiores los trabajadores miraban atónitos lo que sucedía en el edificio de enfrente y muchos
    decidieron no evacuar sus oficinas creyendo que allí se encontrarían a salvo.

    La luz cegadora de aquel día no evitó que Tully, con la corbata en la mano, pudiera ver desde la acera cómo el avión de United Airlines se estampaba entre los pisos 77 y 85 de su propia torre. Eran las 9.03 de la mañana.

    Kimberly, la novia de Tully, vio desde su autobús el dantesco panorama y no dudó ni un segundo en abandonar el vehículo y poner rumbo a las incandescentes antorchas en que se habían convertido las torres para buscar al que es hoy su marido.

    Crónica de una muerte anunciada

    Con la idea de la muerte martilleando su cabeza, Manuel Chea cogió su maletín y fue inmediatamente a la escalera
    de emergencia. En un primer momento, descender los escalones no supuso un problema y los pisos que conducían a la posibilidad de no morir devorado por las llamas o sepultado en un ataúd de amasijo y hierros se hizo relativamente sencillo.

    El problema crecía conforme los empleados de todos los pisos se apilaban en el estrecho laberinto escalonado. “En ningún momento se produjo algún tipo de anuncio que nos dijera que evacuáramos”, explica Chea.

    El drama que se vivía en los pisos superiores comenzó a hacerse evidente cuando Chea tuvo que parar y echarse a un lado de las escaleras para dar paso a una decena de personas envueltas en sangre y llagas provocadas por el incendio que rugía a partir del piso 90.

    El ingeniero informático desconocía aún que un avión había rebanado la torre. A un paso más lento, la bajada por las escaleras de emergencia del edificio sufrió un parón repentino cuando uno de los grupos más adelantados se percató del fuerte olor a humo.

    La incertidumbre y el nerviosismo hicieron que Chea abandonara al resto de personas en el piso 39. Allí, la gente buscaba otras escaleras donde la corriente humana estuviera más despejada.

    En su hazaña, Manuel paró un instante para llamar a su mujer, que no contestó; y a su padre, al que puso en alerta sobre lo ocurrido. Finalmente, dio marcha atrás y regresó a las escaleras de las que había huido.
    Uno de los acompañantes de Chea recibió un mensaje de texto en el móvil en el que un servicio de noticias informaba que un avión había impactado contra la torre.

    Más que un accidente

    En aquel momento todos comenzaron a cuestionarse si
    era un accidente o un ataque. Alrededor del piso 30 los primeros equipos de bomberos comenzaron a aparecer y ofrecieron botellas de agua a los que se encontraban allí.

    Las noticias que confirmaban que las dos torres habían sido víctimas del mismo suceso convenció a todos de que aquello no era un accidente, sino un ataque terrorista.

    La ansiedad se convirtió en la nueva compañera de la evacuación. Una hora después, Chea abandonaba el edificio y corría a refugiarse en la esquina noreste de la calle.

    Tully, que aquella mañana debía presentarse ante el gran jurado, decidió acudir a su cita. Su prometida Kim, asediada por la marabunta de personas que inundaba los exteriores del edificio, buscaba una cara que le recordase
    a su novio.

    Una vez en el edificio del Tribunal Supremo, Tully telefoneó al trabajo de Kim, donde le informaron que ésta no había ido a trabajar.

    El WTC se derrumba

    A las 9.59, la torre sur perdía la batalla contra el fuego y se convertía en la tumba de todos los civiles y operarios que se encontraban en su interior. Chea ya había echado a correr con anterioridad de la zona y su padre había acudido a su encuentro. Kimberly, por el contrario, se encontraba en pleno colapso del primer edificio. Cinco minutos más tarde, la segunda torre caía vencida por el cansancio.

    El World Trade Center era ya historia. Alrededor de las 10.30, Tully recibió una llamada… Un primer silencio le hizo
    temer lo peor, pero finalmente oyó la voz entrecortada de Kim. Ambos se encontraron en el puente de Manhattan, donde el abogado cogió en brazos a su novia, que no paraba de toser y estaba cubierta por un manto de cenizas.

    Cruzaron el puente a pie y, una vez en Brooklyn, cogieron un taxi. De vuelta al apartamento, Kim se duchó, pero los
    problemas respiratorios persistían, por lo que fueron a urgencias. A las diez de esa misma noche, Tully y Kim se abrazaron en la cama en la que amanecieron… Pero no consiguieron dormir.

    Vida después de la muerte

    Tully, que había sido miembro de la Guardia Nacional, pidió su reingreso al día siguiente de los atentados y estuvo tres semanas ayudando en las tareas de rescate y desescombro.

    Hace unos meses regresó de Irak, donde estuvo al frente de una de las bases estadounidenses en Tikrit, dónde también sobrevivió a numerosos ataques de la insurgencia. En la actualidad, tiene su propio bufete de abogados, en Albany, especializado en defender casos de discriminación contra los árabes en Estados Unidos.

    El Comité Antidiscriminación Americano-Árabe le otorgó
    un premio en 2005. “Estoy orgulloso de poder defender este tipo de casos, porque la mayor parte de los musulmanes es gente honrada”, asegura.

    Kimberly, ya convertida en su mujer, está embarazada y ambos esperan su primer hijo para el próximo enero.
    Chea estaba listo para volver al trabajo al día siguiente del atentado, pero, conforme pasaban los meses, la ansiedad
    le condenó a vivir en una burbuja.

    Su carácter se agrió y se distanció de su mujer y sus dos hijos. Tras recibir apoyo psicológico, ha conseguido continuar con su vida. Harto de bancos y ordenadores, actualmente estudia un máster especializado en coordinación de labores de rescate.

    Chea no puede evitar que su corazón se acelere cuando el suelo tiembla o un grupo de gente se amontona en un sitio cerrado… pero es algo con lo que tendrá que vivir el resto de sus días.