Firmas

La irracionalidad del 'procés'

    El expresidente de la Generalitat de Carles Puigdemont.

    Manfred Nolte

    La nominación del americano Richard Thaler como premio Nobel de economía 2017 representa una noticia oportuna para deliberar acerca de los costes económicos de la irracionalidad.

    Comencemos recuperando el denostado concepto del homo economicus. El individuo económico de Adam Smith y sus sucesores inmediatos es sobre todo un espécimen racional. Busca su máxima utilidad en todas las acciones, intercambia bienes y servicios en el mercado de manera inteligente y de este modo optimiza la administración de los bienes escasos que le han sido confiados. Dado que lo racional -en función de sus distintos atributos- es juzgar el jamón como un manjar superior a la mortadela, quien se comporta de forma racional prefiere el jamón a la mortadela.

    Como todo en la vida, la doctrina económica y la economía del comportamiento han ido evolucionando en la comprensión de los fenómenos sociales y hoy en día es generalmente aceptado que la conducta de las personas o de los grupos no siempre es racional y que las decisiones económicas adoptadas bajo estímulos irracionales pueden conducir a resultados ineficientes.

    Traducido al ejemplo anterior, puede suceder que, en circunstancias especiales, algunas personas prefieran la mortadela al jamón. De hecho a Richard Thaler le han otorgado el Nobel de economía por haber demostrado que los individuos actúan periódicamente con una irracionalidad sorprendente, incluidas las derivas hacia el terreno de la estulticia.

    Thaler no es el primero en recordarlo. El gran economista británico John Maynard Keynes defendió la teoría de los animal spirits, que más tarde consagrarían George A. Akerlof y Robert J. Shiller, espíritus animales volubles y aleatorios que ignoran las reglas del comportamiento económico tradicional. Así como la mano invisible de Adam Smith es la enseña de la economía clásica, los espíritus animales de Keynes son el símbolo de una visión complementaria de la economía, compaginando así la racionalidad postulada por la teoría, con la irracionalidad observable en la práctica diaria de las personas.

    Subrayar aquí la verídica irracionalidad humana constituiría un mero mecanismo de autoflagelación si en última instancia el hombre no pudiera volver sobre sus actos y otorgar a la razón el valor que tiene y debe tener en la convivencia económica y social.

    Todo lo anterior viene a cuento al enjuiciar el procés y la aún probable declaración unilateral de independencia. Al margen de su dolorosa ilegalidad, la secesión catalana es técnicamente inviable, sobre todo en el escenario de una ejecución unilateral no negociada. Incluso pactada sería cuestionable. No hay más que observar el desarrollo de la fase preliminar del Brexit.

    Aunque la activación del artículo 50 de los Tratados de la Unión y el comienzo de las negociaciones ha empezado en marzo de este año, son ya casi 18 los meses de los que ha dispuesto el Gobierno de Theresa May desde la fecha del referéndum para traducir en hechos su proyecto secesionista. El artículo 50 abre una senda reglada para el abandono de la Unión por parte de las Islas británicas.

    Pero aún siendo un camino reglado, bilateral y de talante presuntamente respetuoso, este es el momento en que la quinta ronda de conversaciones del Brexit se halla en un punto muerto. Sin ir más lejos, hace tan sólo unos días el Parlamento británico ha devuelto la propuesta de algo tan básico y urgente como la ley de desanexión presentada por el Gobierno de Theresa May, para ser enmendada y sometida a nuevo debate.

    En cualquier caso, pactada o no, una decisión unilateral de independencia por parte de Cataluña constituiría un suicidio técnico y conceptual.

    Cataluña se hallaría en la orfandad institucional absoluta, privada de apoyos internacionales y de aquellas estructuras operativas -españolas y europeas- de las que disfruta en la actualidad: libre comercio, euro, Banco Central, ayudas, tutela, ley y jurisdicción. Se arrastraría, apurada entre los vítores de quienes alientan la aniquilación del sistema y el sentimiento excesivo de un nacionalismo irracional, hacia un limbo legal, traducido en el vacío externo y una fractura interna de consecuencias y duración imprevisibles.

    Hay que retomar las enseñanzas de Richard Thaler para recordar que la ensoñación utópica de unos pocos puede dar al traste con los anhelos y derechos de los muchos. La irracionalidad acecha como el verdugo, que oculta su rostro, pero finalmente resulta implacable y letal en el cumplimiento de su cometido. Ahora, que ya se ha aprobado el artículo 155 se abre un camino incierto y tal vez cruento para intentar convertir la irracionalidad en cordura.