Los fabricantes de automóviles llevan tiempo con la mosca detrás de la oreja. Las cosas están cambiando tanto y tan rápido, que la compañía que se despiste de las tendencias del mercado se encontrará perdida en el pasado. Analizado con cierta perspectiva, la reciente trayectoria del sector es prodigiosa. No ha terminado de asentarse una revolución y ya asalta la siguiente, aún más sorprendente. A grandes rasgos, la propiedad del coche deja de ser un valor en sí mismo para una nueva generación de ciudadanos. Lo que importa es disponer de servicios de movilidad que se ajusten a las necesidades y condiciones cambiantes del entorno. De esa forma se puede entender el éxito del coche compartido en algunas grandes ciudades. Este fenómeno podría cambiar hábitos ancestrales en los urbanitas. Pocos podían sospechar años atrás que una empresa regaría una ciudad de pequeños automóviles eléctricos que se podrían abrir a través de una aplicación en el móvil y que estarían disponibles para utilizar por cualquiera que cumpla unos requisitos mínimos. Enseñas y conceptos como Car4Go, Uber o BlaBlaCar atesoran una juventud insultante en comparación con el peso que comienza a tener entre los usuarios. La forma de viajar en las ciudades no se limita solo al póker formado por metro, autobús, taxi o coche particular. También entran en juego otros elementos como el coche compartido, la bicicleta, los vehículos eléctricos públicos o los chóferes privados. Coches como servicios En Estados Unidos proliferan las ofertas de vehículos que se comercializan como si fueran servicios. Es decir, por un importe mensual que incluye seguros y asistencia, los usuarios pueden disfrutar del coche de su gusto. Al mes siguiente podrían cambiar de modelo sin las menores ataduras. Y si eso ocurre en EEUU, no sería extraño que el modelo se extendiera en breve en gran parte del primer mundo. Por lo pronto, la empresas más clarividentes en el mercado de flotas ya ofrecen a las empresas la posibilidad de disponer de varios coches: un todoterreno para ir a esquiar, un familiar para las vacaciones o un coche eléctrico para los desplazamientos urbanos, por ejemplo. La irrupción del coche conectado y el futuro coche autónomo (que se conduce solo) también obligará a los fabricantes a cambiar el paso. El futuro está en juego y todos quieren poner sus manos en el volante. Lo que parece seguro es que la industria del motor llevará la voz cantante en un concierto que se presume apasionante en los próximos años. El objetivo de las firmas automovilísticas consiste en no perder el control de su negocio y por eso han puesto en marcha alianzas y compras con firmas tecnológicas expertas en el asunto: Vokswagen con Mobileye, Microsoft con la firma de ingeniería IAV, General Motors con Cruise Automation, BMW, Audi y Daimler con Here (propiedad de Nokia), Audi con Delphi, Ford con Pivotal Software y Toyota con Bosch. Las revoluciones tecnológicas sufridas por otros sectores de actividades sirven de lección al negocio del motor. Así, por ejemplo, las marcas de fotografía tradicionales perdieron durante mucho tiempo el pulso frente a los fabricantes informáticos. Eso sucedió cuando la digitalización del almacenamiento acabó con el revelado, lo que propinó la fotografía analógica. El motor también puede echar un vistazo al reto que tiene por delante la industria relojera, donde los smartwatchs enriquecen la experiencia de uso y podría golpear a los fabricantes que den la espalda a las telecos. El paralelismo que existe entre la industria del motor y el de la telefonía móvil es evidente. En ambos, las compañías tecnológicas desempeñan un papel fundamental. Apple ha sido capaz de crear su propio móvil, el iPhone, en el que ha desarrollado todo su software. Sin embargo, Google y Microsoft lo han intentado en el mismo terreno con experiencias insatisfactorias. Esta lección se proyecta ahora sobre el negocio del motor para llegar a la conclusión que hardware y software se necesitan mutuamente.