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El desgarrador relato de una hija cuya madre no quiere saber de ella: Rocío Carrasco, frente a la persona a la que trajo al mundo


Lucas del Barco

A veces la vida se retuerce sobre sí misma como una madeja llena de nudos imposibles y de esa maraña emerge el silencio más atronador: el que hay entre una madre y una hija que ya no se miran. Esta mañana del 23 de junio, en Madrid, el tiempo se detuvo durante unos segundos fríos y secos en los pasillos de la Audiencia Provincial, donde Rocío Carrasco y Rocío Flores, madre e hija unidas por la sangre y separadas por un abismo invisible, coincidieron por primera vez tras trece años de mutismo. Ese silencio que sigue creciendo entre ellas es como un árbol seco que ya no da sombra.

Ambas acudían a declarar por una demanda interpuesta por la hija contra la productora de la docuserie que marcó a fuego el nombre de su madre en el relato contemporáneo del dolor televisado: Rocío: contar la verdad para seguir viva. Esa verdad, la de Rocío Carrasco, dividió España en dos, polarizó la audiencia de Telecinco y fue una autopsia en directo de las heridas de la hija y la nieta de Rocío Jurado. ¿Qué diría La Más Grande si viera hoy a sus nietos ignorados por su única hija biológica?

En la estela del relato televisado por entregas quedaron esparcidos documentos privados, fragmentos de un pasado judicial, psicosocial y policial, que pertenecían a una menor —Rocío Flores— y cuya publicación se hace hoy objeto de litigio. Las dos mujeres llegaron por separado, como dos planetas que giran en órbitas distintas, condenadas a no rozarse. La madre con la frente alta, sola, abrigada solo por su abrigo rojo y la resignación que ya no necesita explicaciones. La hija, acompañada por su abogado, con los ojos anegados y esa forma frágil de andar que tienen quienes no han dormido bien en años. Ni una palabra, ni una mirada cruzada, ni siquiera el eco de un gesto antiguo que les recordara que un día, una dio a luz a la otra.

Lágrimas y mutismo

El juzgado se convirtió en una suerte de confesionario sin fe. Rocío Carrasco, a la salida, hizo un esfuerzo por mostrarse serena, pero el temblor de su voz fue una grieta imposible de disimular: "Todo bien, gracias", dijo, y ese "gracias" sonó a derrota amable, a pacto con la herida. Su suspiro contenía todo el lodo del pasado, toda la pena agazapada que ya no pide explicaciones, solo respeto. "No os voy a decir nada, chicos, de verdad… Yo todo bien", remató, y cada sílaba caía como una lágrima que ya se ha secado en la garganta.

Momentos después, salió Rocío Flores. Con la voz deshilachada, como si hablara desde un rincón donde aún se escucha el eco de su infancia, pidió silencio. "No voy a decir nada", dijo, mientras se encendía un cigarro con las manos temblorosas, como quien busca refugio en un humo que no juzga. "Entendedme también a mí", pidió al grupo de reporteros, como si detrás de esa frase aún quedara una súplica: que alguien, al menos alguien, entendiera este naufragio emocional.

Y en medio, la justicia, con su lenguaje frío y sus papeles sellados. Ella no sabe de abrazos perdidos, ni de canciones de cuna transformadas en reproches. Rocío Flores exige un millón de euros por lo que considera una vulneración de su intimidad; Rocío Carrasco defiende que solo quiso relatar su verdad. Pero más allá de cifras y artículos legales, lo que se dirime aquí no es una indemnización, sino una ausencia: la de una madre que ya no quiere saber de su hija, y la de una hija que aún no ha aprendido a dejar de esperarla.

Se marcharon como llegaron: cada una por su lado, con el sol cayendo a plomo sobre sus espaldas, como un testigo mudo. No hubo perdón ni reconciliación. Solo una cita judicial más, con aroma de tragedia griega y la certeza brutal de que el amor, cuando se rompe, no suena como un grito, sino como un silencio.