El amable y sentido discurso de Alcaraz tras ganar Roland Garros: dedicado a su familia y al gran Jannik Sinner
Lucas del Barco
Mientras la noche caía y los focos se apagaban uno a uno, la tierra batida guardaba las huellas de ambos: las del italiano Sinner, cargadas de tristeza noble; y las de Carlitos Alcaraz, grabadas con la fuerza de quien sabe que solo gana quien no deja de amar el esfuerzo. Y esa es, quizás, la verdadera victoria. El murciano no habló como un campeón, sino como un ser humano tocado por el don de la grandeza. Y ese don, cuando se combina con la gratitud, no necesita traducción. París lo entendió todo.
Bajo la luz tibia de la tarde parisina, cuando la tierra batida parece oro viejo y los ecos de la gloria flotan como polvo en el aire, Carlos Alcaraz, ese muchacho de mirada ardiente y alma nacida en Murcia, sostuvo la Copa de los Mosqueteros con las dos manos como quien sostiene un sueño recién cumplido y aún caliente. Enfrente, Jannik Sinner, el adversario formidable, sudaba tristeza en silencio, con la nobleza de los derrotados que han luchado hasta el umbral de la muerte simbólica. Acababan de batirse durante cinco horas y veintinueve minutos en una final que fue mucho más que un partido: fue un duelo de civilizaciones tenísticas, una batalla emocional que desgarró músculos, corazones y estadísticas. Y como mandan las buenas epopeyas, al final no ganó el más fuerte, sino el que supo amar más el sufrimiento.
Sinner, con la voz hecha ceniza, fue el primero en hablar. "Ha sido una batalla increíble", dijo en un inglés cristalino empañado por el dolor. Felicitó a Alcaraz, a su equipo —"un trabajo impresionante, lo merecéis"— y luego, como quien se desnuda, reconoció que jugar era más fácil que hablar en ese momento. Agradeció a su propio equipo, a los recogepelotas, a los jueces, a la ciudad de París —"un lugar especial para mí"—, pero sobre todo, dejó caer una frase que pesó como plomo sobre el estadio: "Este año no he podido recoger el trofeo… Pero lo seguiré intentando." El Philippe-Chatrier estaba en silencio, como si incluso el polvo del suelo escuchara.
Y entonces, con la sonrisa de un niño que aún no se cree héroe, subió Carlos Alcaraz al micrófono. Comenzó diciéndole algo a Adré Agassi, que le daba el galardón, y luego alabó a quien admira: a su rival, como hacen los hombres grandes. "Jannik, es increíble el nivel al que estás. Has tenido dos semanas fabulosas. Sé cuánto trabajas, sé cuánto luchas por esto. Estoy seguro de que serás campeón, no una vez, sino muchas veces".
No era una cortesía. Era un saludo entre iguales, entre jóvenes dioses del futuro que se saben parte de una misma leyenda en construcción. Luego, Alcaraz miró a su equipo, a Juan Carlos Ferrero —que lo ha esculpido como a un mármol sagrado—, y rompió el muro del campeón para mostrarse como hijo. "Gracias a mi familia. He tenido la suerte de vivir grandes momentos con vosotros. Vinisteis desde Murcia. Este trofeo también es vuestro".
El estadio aplaudió como si fueran todos los franceses fueran vecinos de El Palmar
No hubo artificio. Hubo cansancio, hubo ternura, hubo un muchacho de 22 años con las piernas temblando no del esfuerzo, sino del amor recibido. Agradeció a los recogepelotas, a los árbitros, a la organización, a la directora del torneo —"no es fácil estar con nosotros"—, y por último, con la voz quebrada, al público. "No puedo agradeceros lo suficiente el apoyo. Habéis estado increíbles. Estáis en mi corazón". En sus palabras no hubo pompa, hubo verdad. Y la verdad siempre conmueve más que el espectáculo.