Recordamos a Elizabeth Montgomery, la bellísima protagonista de Embrujada, cuando se cumplen 30 años de su muerte
Informalia
Elizabeth Montgomery no fue solo una actriz: fue una idea. Un encantamiento. Una mujer que, con un gesto mínimo de su mágica nariz detenía el tiempo. Y ahora, a treinta años de su muerte, sentimos que lo ha vuelto a hacer. Porque nadie, absolutamente nadie, ha podido sustituirla. Ni en la televisión. Ni en el corazón.
Por el hilo invisible de la nostalgia, regresa a nuestra memoria la imagen resplandeciente de Elizabeth Montgomery, a tres décadas de su desaparición terrenal. Aquel rostro sereno, casi de cristal, con una mirada que parecía atravesar los muros de lo cotidiano, vuelve a hechizarnos con el mismo encanto con el que, moviendo apenas la nariz, detenía el tiempo en la serie más encantadora que dio la televisión norteamericana: Embrujada.
Como si hubiera surgido de una lámpara mágica o de un frasco de perfume olvidado en un tocador eduardiano, Elizabeth Montgomery descendió al mundo de los mortales el 15 de abril de 1933, en Los Ángeles, hija del actor Robert Montgomery y la actriz Elizabeth Allen. Tenía, como las mujeres predestinadas al mito, sangre de teatro y de celuloide, y un árbol genealógico que trazaba líneas hasta las verdes costas de Irlanda y Escocia. Desde muy joven, se formó en el culto severo de las tablas neoyorquinas y debutó en Broadway con la delicadeza de quien no irrumpe, sino que se insinúa.
No fue hasta 1964, sin embargo, cuando el destino —o algún productor con buen olfato para lo eterno— la colocó en la pequeña pantalla como Samantha Stephens, la bruja más dulce de la historia de la televisión. En Bewitched (Embrujada en los países de habla hispana), Montgomery dio vida a una criatura mágica que, sin renunciar a sus poderes, se empeñaba en vivir como ama de casa suburbana en un mundo de mortales. Ese gesto leve con la nariz, esa chispa traviesa en los ojos, esa manera de conjurar el caos con una sonrisa, se convirtieron en parte del inconsciente colectivo de varias generaciones.
Durante ocho temporadas, el hechizo de Samantha —y el de Elizabeth— no sólo conquistó hogares, sino también la crítica: fue nominada cinco veces al Emmy y cuatro al Globo de Oro. Pero Embrujada no fue una jaula dorada: cuando la serie terminó en 1972, Montgomery emprendió con fiereza el camino de los papeles dramáticos, como si el hada de los suburbios se quitara el delantal para enfrentarse al lado más crudo de la realidad. Fue víctima de violación en A Case of Rape (1974), y más tarde se metió en la piel de la legendaria asesina Lizzie Borden, sin saber que compartían lazos de sangre.
Más allá de la pantalla, Elizabeth fue una mujer combativa, de convicciones firmes y voz propia en los tiempos del conformismo dorado. Apoyó causas liberales, alzó la voz contra la guerra de Vietnam, se convirtió en defensora de los derechos de los animales, las mujeres, los enfermos de sida y la comunidad LGTBI. Su compromiso no era de salón, sino de cuerpo presente: narró documentales incómodos, marchó, donó, y trabajó como voluntaria incluso en los últimos meses de su vida.
Su vida privada, tejida entre amores brillantes y matrimonios que fueron también alianzas artísticas, no fue menos intensa. Estuvo casada con el actor Gig Young, y luego con el director William Asher, con quien tuvo tres hijos y compartió la arquitectura de Embrujada. Pero su último y más duradero amor fue el actor Robert Foxworth, con quien convivió durante más de dos décadas y con quien se casó finalmente en 1993. Fue en su casa de Beverly Hills, rodeada de Foxworth y sus hijos, donde Montgomery apagó su última vela el 18 de mayo de 1995, víctima de un cáncer de colon que se presentó como una fiebre traicionera.
Tenía 62 años. Demasiado joven para irse. Pero, acaso, en el tiempo preciso de las estrellas que no desean apagarse del todo. Fue incinerada, como si su cuerpo no pudiera soportar el peso de la tierra y prefiriera alzarse en humo hasta el reino de lo etéreo, donde seguramente las brujas buenas tienen su lugar reservado.
Hoy, treinta años después, queda de ella mucho más que un eco o una fotografía. En Salem, Massachusetts, una estatua la inmortaliza como Samantha, nariz en alto, como si aún estuviera a punto de cambiar el mundo con un parpadeo. En el Paseo de la Fama de Hollywood, una estrella recuerda que Elizabeth Montgomery no fue solo actriz, sino símbolo.
Sus fans —una constelación que atraviesa generaciones— la siguen recordando como la mujer que hacía magia sin varita, sólo con su presencia. Pero quizá lo más prodigioso que hizo no fue desaparecer objetos o volar en escobas invisibles, sino recordarnos, semana a semana, que lo extraordinario puede habitar en lo doméstico, y que incluso entre sartenes y puertas corredizas puede existir la belleza, la inteligencia y la libertad.