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A tener en cuenta: rastreamos todo lo que hizo el cardenal Robert Francis Prevost el día antes de convertirse en el Papa León XIV


Lucas del Barco

Roma no amanece, sino que se revela. Y aquel lunes anterior al cónclave, Roma se mostró con su luz líquida sobre los adoquines, como si también ella supiera que uno de sus huéspedes estaba a punto de dejar de ser un hombre para convertirse en símbolo. En la via Paolo VI número 25, el cardenal Robert Francis Prevost, norteamericano y agustino, comenzó el día con la serenidad de quien ha aprendido que la divinidad se encuentra más en el silencio del claustro que en las grandes catedrales.

Ésta es la crónica del último día de un hombre libre antes de cargar sobre sus espaldas la tiara invisible del mundo, una cruz, como dijo él tras ser elegido.

Aquel último día antes de ser el sucesor de Pedro, presidió la misa matinal en el Pontificio Instituto Patrístico Augustinianum. Era una celebración discreta, íntima, como suelen ser las cosas auténticas. En las bancas, sus hermanos agustinos seguían con la mirada a "Father Bob", como cariñosamente lo llaman. Nadie lo decía, pero todos lo intuían: esa homilía era una despedida de lo cotidiano. Al salir, el cardenal caminó como siempre por la plaza de San Pedro. No por rutina, sino por fidelidad a su forma de vivir: cruzaba cada día desde su apartamento en la Prefectura del Dicasterio hasta el convento, para compartir no solo la comida, sino la vida.

En la casa agustiniana —ese rincón donde aún resuena la filosofía de San Agustín entre las hojas de los jardines y las losas de la cancha de tenis— el cardenal comió con los suyos. Pasta sencilla, pan de horno, ensalada fresca y vino romano. Rieron, recordaron los años de misiones en Perú, donde Prevost aprendió que a veces hay más fe en los ojos de un campesino que en todos los tratados de teología. Un brindis cerró la comida: "Por la unidad de la Iglesia y por la paz del alma", dijo uno. "Y por el que quizás mañana ya no vuelva a comer aquí", añadió otro, sin alzar la voz.

Se retiró a su cuarto, que no era más que una celda con libros, una cama, y la certeza de que todo podía cambiar en unas horas. Dicen que leyó un pasaje de las Confesiones de San Agustín. Dicen que rezó. Lo que no dicen, pero puede imaginarse, es que al mirar por la ventana hacia la cúpula de San Pedro, suspiró como quien presiente que va a decir adiós a sí mismo.

Por la tarde quiso jugar al tenis. No por frivolidad, sino porque en el juego encontraba equilibrio, igual que Agustín encontraba a Dios en el amor. No hubo partido. La hora del Espíritu Santo se acercaba.

Antes de marchar a Santa Marta, compartió una última oración con su comunidad. Un hermano le susurró: "Si te eligen, acepta la carga". Prevost no respondió. Se encogió de hombros, miró al altar, y dejó que el silencio dijera amén.