Tras la muerte de Vargas Llosa están el 'Team Viuda Patricia' frente al 'Team Preysler', su última pasión
Informalia
Mario Vargas Llosa ha muerto. Y con él ha muerto también una cierta idea de la literatura como cruzada de la inteligencia, del pensamiento libre, del verbo afilado y del ego de proporciones volcánicas. Se fue, como los grandes, con una última escena perfectamente coreografiada: en su casa de Lima, rodeado de sus tres hijos —Álvaro, Gonzalo y Morgana— y en presencia silenciosa, fiel y casi sagrada, de Patricia Llosa, la mujer que fue su sombra durante más de medio siglo. Dicen que lo despidieron leyéndole Madame Bovary. Como si la ficción, al final, fuera más real que la vida.
El autor de Conversación en La Catedral ya no está, pero queda su obra, y junto a ella, la novela privada más vendida en las peluquerías de medio mundo: su fuga sentimental con Isabel Preysler, la reina madre del papel couché. Porque si algo aprendimos de Vargas Llosa en sus últimos años no fue sobre política peruana ni sobre el destino de América Latina, sino sobre los vericuetos del corazón envejecido que de pronto se cree adolescente. La historia era irresistible: Nobel abandona a su esposa de toda la vida por la viuda más fotografiada del reino, se convierte en protagonista de las revistas del corazón, y años después, regresa —con la cabeza gacha o con la dignidad del retorno, según se mire— a los brazos de quien nunca dejó de ser su verdadera familia.
La realidad, ya lo dijo el propio Vargas Llosa, es un caleidoscopio en constante movimiento. Y en ese caleidoscopio final de su vida hay dos figuras que se enfrentan como personajes de una novela de Flaubert escrita por García Márquez: Patricia Llosa e Isabel Preysler. La esposa discreta frente a la amante fulgurante. La madre de sus hijos frente al decorado de los cócteles. La mujer de biblioteca frente a la reina de las fragancias. El 'Team Viuda Patricia' contra el 'Team Preysler'. Cada lector —cada espectador, mejor dicho— ha elegido ya bando.
Patricia Llosa fue, es y seguirá siendo, en la novela de la vida de novela de Vargas Llosa, el personaje con mayor consistencia. La conoció cuando él apenas era un joven que aún olía a tinta fresca, y ella, la sobrina de Julia Urquidi —sí, la tía Julia—, apenas comenzaba a mirar el mundo desde el privilegio y la paciencia. Con ella, Vargas vivió el ascenso, los premios, el jet-lag de los congresos internacionales, los editores franceses y las tardes lluviosas de Londres donde se escribe lo mejor. Durante décadas, Patricia fue su esposa, su secretaria personal, su soporte, su conciencia y hasta su correctora. Su voz era baja y su presencia precisa. Una mujer invisible, como suelen ser los grandes amores en las vidas de los hombres públicos.
Hasta que llegó Isabel. Hubo otras, claro; pero discretas. Este escándalo fue de portada, como debía ser. Y entonces Patricia dejó de ser invisible. Apareció por fin como lo hacen las heroínas trágicas: sin alzar la voz, pero diciendo lo justo. "Hace apenas una semana estuvimos celebrando nuestros 50 años de casados", escribió con dignidad cuando la pilló el ciclón mediático. Luego, el silencio. Se fue lejos, apagó los teléfonos y se dedicó a reconstruir los fragmentos de su tribu: hijos, nietos, viajes, el cine —dicen que convirtió el despacho del Nobel en una pequeña sala de proyecciones donde las películas eran su refugio—. Y esperó. Porque sí, Patricia esperó. Y Mario volvió.
No es esta una historia de redención al uso. No hubo comunicados, ni reconciliaciones oficiales. Pero la realidad es porosa y los afectos también. Desde que Isabel Preysler anunció en diciembre de 2022 que su relación con el Nobel había terminado (por los celos de él), Vargas Llosa fue volviendo poco a poco al calor familiar, al hogar primigenio, a la mujer que un día lo apasionó, pero que no lo juzgó, ni lo exhibió, ni pidió compensaciones emocionales. Patricia estaba ahí. Como una página en blanco esperando ser escrita otra vez.
Los últimos días del escritor fueron de calma, de recogimiento. Y allí estaba ella, la mujer que le conocía cada bostezo y cada manía. La madre de sus tres hijos. La única que, tal vez, conocía al verdadero Mario. No al que daba conferencias en Princeton o firmaba editoriales en El País o iba al Teatro Real. Sino al que dormía torcido, se despertaba a las cinco y desayunaba en silencio antes de enfrentarse al monstruo de la hoja en blanco.
Ahora que ha muerto, se reabre la última gran batalla de su legado: ¿quién lo acompaña en el imaginario colectivo, Patricia o Isabel? ¿Quién representa mejor su vida, su literatura, su compleja humanidad? ¿La esposa que se tragó con elegancia los sapos del escándalo o la musa que lo volvió loco de pasión o de cuché, lo hizo sonreír, lo metió en Netflix con su hija Tamara y lo exhibió frente a los flashes?
En la familia Llosa, nadie quiere alimentar esta guerra. Álvaro, Gonzalo y Morgana han cerrado filas. Dicen que su madre es la abuela perfecta, que su preocupación ha sido siempre mantener unida la tribu y que ella jamás ha querido explotar su historia. Varios productores de televisión confirman a Informalia que Patricia rechazó millonarias ofertas por entrevistas, exclusivas. Pero no quiso ser protagonista de la novela. Porque ella ya sabía cómo terminaba. Y en ese gesto, en ese saber retirarse a tiempo, está la última lección de Patricia Llosa: en un mundo donde todo se compra y se vende, el silencio es la forma más elegante de la dignidad. Mientras las redes se debaten entre 'Team Viuda' y 'Team Preysler', ella pasea por Lima, ve películas francesas de cuando la llama encendió su amor parisino y da de comer a sus nietos sin hablar demasiado del abuelo.
Vargas Llosa ha muerto. Su obra queda, su vida se convierte en anécdota y su figura será motivo de tesis y tertulias. Pero en la trastienda, hay una mujer que no necesitó escribir una novela para ser personaje de una obra grande. Y esa, sin duda, es Patricia. Por eso Isabel ahora calla, porque sabe que fue tan deseada como efímera.