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Vargas Llosa sabía desde hace cinco años que se iba a morir y que padecía una enfermedad incurable


Informalia

Marcos Vargas Llosa nunca hubiera querido que lo recordaran por cómo murió, sino por cómo vivió. Y así será. Un novelista hasta el último aliento. Un hombre que supo escribir el fin sin dramatismos ni aplausos, sino con la elegancia silenciosa de quien ya lo había dicho todo. Por un momento, la vida pareció doblarse como una página leída mil veces. Pero él, que había aprendido de Flaubert que la existencia puede ser una novela escrita con furia, método y deseo, decidió que su despedida sería un último acto de libertad.

En el verano de 2020, cuando el mundo entero vivía encerrado y ansioso, Mario Vargas Llosa recibió la noticia más íntima, más devastadora y, sin embargo, la que había imaginado tantas veces en sus novelas: estaba enfermo. Lo estaba de una forma definitiva. Era un diagnóstico que no ofrecía redención, pero sí una tregua. No habría cura, aunque sí tiempo. Tiempo para seguir escribiendo, para corregir una última página, para reunir a sus hijos —Álvaro, Morgana y Gonzalo— y convertir el miedo en comunión. Ese mismo verano escribió una carta. No una de esas misivas ceremoniosas que alguna vez cruzaron el Atlántico entre Europa y América, sino una carta privada, cálida, desnuda. Les contaba a sus hijos lo que los médicos le habían dicho: que su cuerpo se había embarcado en un proceso irreversible, que la enfermedad no daba marcha atrás, aunque podría desacelerar. Esa carta, como desvela El País, cuentan quienes la vieron, no solo fue una confesión, sino también un pacto silencioso. Un regreso a lo esencial: la tribu, como él solía llamar a los suyos, se reunió. Y con ese gesto, también sanó una vieja herida abierta en 2015, cuando su matrimonio de medio siglo con Patricia Llosa se disolvió entre titulares y destellos de prensa rosa tras su romance con Isabel Preysler.

Pero Mario no quiso hacer pública su dolencia. La enfermedad era suya, como la escritura. Un ámbito sagrado, reservado. En 2019, sin saber aún lo que vendría, se había sincerado con una calma que parecía provenir de otro siglo: "La muerte no me angustia", dijo a la BBC. "La vida es maravillosa porque tiene un fin. Me gustaría que la muerte me hallara escribiendo".

Y así fue. Vargas Llosa vivió sus últimos cinco años como si la muerte fuera solo una sombra al margen de la página. Publicó Tiempos recios, una novela sobre dictaduras, traiciones y América Latina, como si él aún pudiera domar el caos con la ficción. Viajó, amó, hizo ejercicio diario, se internó en clínicas para depurar el cuerpo y leyó —como siempre— con la voracidad de quien todavía busca respuestas. No canceló eventos. Fue homenajeado, viajó a Alaska y a Marbella, asistió a ferias del libro y caminó por los rincones de su Lima imaginada. En silencio, comenzó a preparar su retirada. No con solemnidad, sino con estilo. En octubre de 2023 anunció que Le dedico mi silencio sería su última novela.

Para entonces, ya había roto con Isabel Preysler. Había aceptado que el amor, como la gloria, también puede tener un epílogo sereno. "No me arrepiento de nada", dijo, en una de sus últimas entrevistas. "Lo más terrible no es morirse. Es morirse en vida". Su cuerpo empezaba a fallarle. La memoria, su antigua aliada, se desvanecía. Lo confesó con melancolía, pero sin dramatismo. Lo que temía no era el final, sino el desgaste. Y lo evitó. A su manera. Regresó a Lima, a su ciudad natal, al escenario de sus ficciones más intensas. Visitó el colegio militar Leoncio Prado, paseó por los barrios donde alguna vez transcurrió la juventud del Zavalita que preguntaba "¿En qué momento se jodió el Perú?". Retornó a La Catedral —no la iglesia, sino el bar donde se tejía la historia del desencanto nacional. Visitó también la cárcel de San Juan de Lurigancho, donde resonaban los ecos de Historia de Mayta, una novela sobre ideales fracasados y revoluciones absurdas.

En marzo de 2024 cumplió 88 años, rodeado de los suyos. Ya no escribía, ya no corregía. Pero cuando podía, conversaba. Patricia Llosa lo acompañó en ese último tramo. Su presencia no era solo la de una exesposa, sino la de la única lectora que había estado desde el primer libro hasta el último suspiro. En sus últimas semanas, Vargas Llosa ya no era el intelectual de voz altiva, sino el padre, el abuelo, el amigo silencioso. El hombre que había aprendido a callar. Pero no se apagó con tristeza. Su vida había sido plena, y su muerte, como quería, llegó casi como un accidente. "Me gustaría que la muerte me encontrara escribiendo", había dicho. No murió escribiendo, pero sí vivió escribiendo hasta que el cuerpo dijo basta. Su última voluntad no era la inmortalidad, era la intensidad. Mario Vargas Llosa no dejó un testamento literario, sino una obra que lo dice todo. La literatura fue su patria, su ideología, su amante fiel. La política, su escenario de disputa. La libertad, su causa permanente. Y la escritura, su forma de existir.