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Auge y caída de Ángel María Villar: de todopoderoso amo y señor del fútbol a presunto delincuente y desahuciado social


Lucas del Barco

Hay hombres que parecen fundirse con las instituciones que gobiernan, que se incrustan en su engranaje con una pegajosidad de lapa y que, al cabo de los años, devienen en una suerte de monarcas absolutos, inmunes a las tempestades y a las asechanzas del destino. Ángel María Villar fue uno de esos hombres: durante tres décadas imperó sobre el balompié patrio con la misma solemnidad con la que los viejos déspotas ilustrados regían sus reinos. Su figura, enjuta y de ademanes rudos, exudaba esa soberbia propia de quienes han convertido el poder en segunda piel, en armadura inexpugnable.

Pero todo imperio, por férreo que parezca, encierra en su seno la semilla de su propia ruina. Lo que ayer fueron las y reverencias, hoy son escupitajos y acusaciones judiciales. El que fuera todopoderoso presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) se enfrenta, a sus 75 años, a la más amarga de las penitencias: la de ver cómo su otrora imponente legado se desmorona bajo el peso de las infamias y de los expedientes judiciales. La Fiscalía Anticorrupción, cual azote bíblico, ha solicitado para él 15 años y medio de prisión por una miríada de delitos de administración desleal, corrupción en los negocios, apropiación indebida y falsedad documental.

El "Caso Soule", en el que Villar aparece como la araña en el centro de una tela de favores y manejos turbios, es la espada de Damocles que amenaza con partir en dos su vida. Durante su largo reinado en la RFEF, se habría erigido en supremo dispensador de prebendas y privilegios, en un autócrata que repartía canonjías con largueza napoleónica entre quienes se avenían a su dictado. Ahora, las alfombras que antaño amortiguaban sus pisadas han sido levantadas y el hedor de los manejos ocultos ha salido a la superficie, inundando los tribunales de un perfume pestilente.

Los días de la gloria perdida

Hubo un tiempo en que Ángel María Villar se codeaba con la aristocracia del fútbol mundial, en que su rostro aparecía en las fotografías junto a los gerifaltes de la FIFA y la UEFA, en que se pavoneaba como el arquitecto en la sombra de los triunfos de la selección española. Los títulos de la Eurocopa 2008, el Mundial 2010 y la Eurocopa 2012 fueron la guinda de un reinado que parecía imperecedero.

Pero la memoria del éxito es frágil, y lo que un día fueron alabanzas por su gestión, al siguiente se convirtieron en sombras de sospecha. Se le reprochaba su autoritarismo, su tendencia al caudillismo, su opacidad para manejar los entresijos federativos con la discreción propia de los conspiradores más hábiles. Durante años, su hegemonía se sostuvo gracias a una red de lealtades tejida con la meticulosidad de un viejo patriarca, pero el castillo de naipes empezó a tambalearse cuando los soplos de la Justicia comenzaron a levantar los faldones de su toga.

El golpe más demoledor llegó en julio de 2017, cuando la Guardia Civil irrumpió en la sede federativa y lo condujo a la cárcel de Soto del Real. Doce días de reclusión que, según quienes le visitaron, le convirtieron en un espectro de sí mismo, en una sombra de aquel hombre altanero que nunca antes había tenido que bajar la cabeza. Allí comprendió que la pleitesía que había exigido durante años se tornaba ahora en distancia y silencio; que aquellos que ayer le rendían pleitesía hoy balbuceaban excusas para no aparecer en su horizonte.

El "Caso Soule" y la caída del patriarca

La acusación más lacerante que pende sobre Villar no es la de haber manejado la RFEF con métodos caciquiles —pecado menor en un país habituado a estos manejos—, sino la de haber permitido que su propio hijo, Gorka Villar, usufructuara contratos millonarios engrasados con la connivencia de la Federación. Según la Fiscalía, entre 2007 y 2017, la empresa de Gorka, Sport Advisers S.L., habría actuado como intermediaria en partidos amistosos de la selección española con Corea del Sur, Venezuela o Perú, embolsándose sin licitación oficial millones de euros que salían de las arcas federativas como un reguero de arena entre los dedos.

Lo que en otras circunstancias habría sido despachado con la displicente indiferencia con la que se tratan los chanchullos de baja intensidad, se convirtió en el epicentro de una tormenta perfecta cuando la presión mediática y judicial hicieron de Villar el enemigo público número uno. Sus viejos aliados en la FIFA y la UEFA, en otros tiempos prestos a defenderle, se apresuraron a marcar distancias. De la noche a la mañana, el monarca absoluto se vio convertido en un apestado al que nadie quería recordar.

Hoy, Ángel María Villar vegeta en el limbo de los desposeídos. Retirado de la vida pública, pasea por Madrid como un náufrago en tierra firme, aferrado a una existencia reducida a la lectura, las caminatas solitarias y la redacción de unas memorias que, según él, esclarecerán la "verdad" de su historia. Pero la historia no se escribe con lamentos ni con ajustes de cuentas; la historia, cuando se trata de hombres como él, la dictan los jueces con la frialdad de los verdugos.

Sus bienes han sido embargados, su economía ha quedado reducida a la pensión que percibe y al sustento que su esposa le proporciona con resignada fidelidad. Ha desaparecido de los círculos de poder, y quienes antaño le rodeaban han hecho mutis por el foro. Apenas concede entrevistas, pero en alguna aparición esporádica en videopodcasts ha dejado caer que su paso por prisión fue una "experiencia humillante". Más humillante, sin duda, que las múltiples ocasiones en que hizo oídos sordos a las críticas y a las alertas que anticipaban el desplome de su reino de cartón piedra.

El juicio se acerca, inexorable como la última página de un libro que ya nadie quiere leer. Villar, que antaño manejó los hilos del fútbol español con la suficiencia de un monarca incontestable, está a un paso de conocer la condena que marcará el epílogo de su biografía. La historia del fútbol lo recordará como el hombre que encarnó las luces y sombras de un tiempo, el patriarca que, creyéndose eterno, olvidó que todo poder es efímero cuando la Justicia se cierne sobre él con la puntualidad de un hado implacable.