Casas Reales
Ni los Macron ni el rey Carlos ni Camila: por qué Kate Middleton es la protagonista en la visita del presidente de Francia al Reino Unido
Lucas del Barco
Cuando la historia se disfraza de crónica social y la política se hace con vestidos de alta costura, solo algunas princesas saben caminar con elegancia sobre el fino hilo de lo simbólico. Kate Middleton lo ha hecho este martes. Y lo ha hecho sin aspavientos, sin monarquismo altisonante. Solo con esa presencia suya con la que la princesa de Gales convierte una visita de Estado en un acto de futuro.
Por esos pasillos invisibles por donde camina la historia con zapatillas de terciopelo, ha vuelto a aparecer la silueta de una mujer. No nos referimos a Brigitte Macron, tampoco a la reina Camila ni, desde luego, al rey Carlos III, con su expresión de monarca fatigado por el protocolo. En esta visita de Estado —la primera de Macron al Reino Unido tras el terremoto político del Brexit— todos los focos se han posado, inevitablemente, sobre Kate Middleton. Su sola presencia, serena y resplandeciente tras su calvario y tratamiento, ha desplazado el peso del ceremonial hacia la promesa futura de una monarquía que intenta reescribir su relato mientras sus pilares más veteranos ceden a la biología.
Empezó su jornada de trabajo en la base aérea de Northolt, donde el viento británico azota con modales de mayordomo incluso entrado el mes de julio. De allí partieron Kate y Guillermo, a recibir a Emmanuel Macron y a su elegante esposa, Brigitte, embajadores de una república que, en el fondo, mira con envidia al esplendor ceremonial que solo los Windsor pueden desplegar con tanta flema. El rey Carlos y la reina Camila aguardaban en Windsor, pero el primer rostro, la primera imagen, la primera ovación fue para ella: la princesa de Gales, con su elegancia esculpida por la adversidad, inauguraba así su retorno tras meses de sombra en los que el cáncer la apartó del mundo visible.
El castillo de Windsor, ese decorado gótico donde los dramas dinásticos se maquillan con coronas de diamantes, no acogía una visita de Estado desde hacía más de una década. Hoy, entre las banderas francesas que ondeaban junto a la Union Jack, la reina Isabel parecía observar todo desde algún rincón dorado del pasado. No estaban allí los ecos de Trump paseando con torpeza tras la difunta soberana, ni el estirado Sarkozy de 2008 que intentaba igualar el paso de la monarca. Esta vez, el aire era otro. Y quien lo respiraba con más fuerza era Kate.
Una mujer que vuelve
El año 2024 fue, para la princesa, el annus horribilis que ya tuvo su suegra en otro siglo. Enferma, silente, desaparecida del ojo público. Durante meses su figura fue sustituida por comunicados escuetos y rumores de tabloide y polémicas inexplicables. Y sin embargo, ahora vuelve. No con estruendo ni declaraciones, sino como vuelven las reinas en los cuentos: vestida con una sobriedad majestuosa, mirada serena y una sonrisa que disimula mejor que cualquier palabra la larga travesía del dolor.
Su look habla en voz baja, pero con firmeza: un traje de dos piezas en tono nude, con chaqueta entallada y falda plisada de tul que flota como niebla en la campiña inglesa. Nada de estridencias, ni lujo ostentoso. Solo elegancia. En la cabeza, un sombrero ladeado de ala ancha con lazo, coronado por el gesto firme de quien vuelve a tomar su sitio sin pedir permiso. En su cuello, un collar de perlas de tres vueltas, y en sus orejas los pendientes Collingwood que algún día acariciaron las de Diana. Hay en todo esto un juego de símbolos que los británicos entienden mejor que nadie.
La herencia viva
No ha sido Carlos, ni Camila, ni siquiera el rostro brillante de Macron el que abrió las noticias de la jornada. Fue Kate. Porque más allá del ceremonial, esta visita proyecta una idea: la continuidad. En tiempos en que las monarquías necesitan legitimarse más por su utilidad emocional que por su poder efectivo, la figura de Kate se alza como el puente perfecto entre la tradición y la modernidad. Es madre, esposa, princesa, enferma que lucha y mujer que resurge. Es la Diana que logró quedarse, sin dramas ni huidas.
Y es también el poder blando que tanto cultiva la diplomacia británica. Que sea ella, junto a Guillermo, quien reciba al jefe de Estado francés no es casual. Es un mensaje: mientras Carlos se enfrenta al mismo enemigo silencioso que alejó temporalmente a Kate, los príncipes de Gales asumen su papel como herederos del trono, pero también del relato institucional. En el Reino Unido la política gira sin brújula y Europa se mira con desconfianza. En la isla, la realeza sigue siendo el último ancla emocional. Y en ese ancla, Kate brilla como la joya más pulida.
Del aeropuerto al trono simbólico
La elección de Northolt como lugar de bienvenida no es un detalle menor. Ese lugar donde aterrizó el féretro de Isabel II, cargado de historia y solemnidad, ha sido también testigo de la reaparición de Kate. La princesa llegó allí para cumplir su deber, sí, pero también para decir sin palabras que está de vuelta, que su figura es imprescindible en la narrativa monárquica. Que puede, aún tocada por la enfermedad, representar al Reino Unido ante el mundo con más credibilidad emocional que cualquier primer ministro.
Lo que ocurre después —la procesión en carruaje, el banquete de Estado, las conversaciones sobre cooperación militar o el deshielo pos-Brexit— queda en segundo plano frente a la imagen de Kate caminando entre mármoles, alzando la copa en nombre de Su Majestad, sonriendo ante los Macron con esa mirada suya que combina humanidad, fortaleza y un toque de melancolía contenida.
Más allá de la etiqueta
En el fondo, esta visita es más sobre personas que sobre países. Más sobre símbolos que sobre cifras. Y ningún símbolo ha brillado tanto como el de una mujer que ha atravesado el umbral de la vulnerabilidad para colocarse, con toda la dignidad del mundo, en el centro de la escena. Ni Carlos ni Camila, ni siquiera el fotogénico Macron ni su Primera Dama han podido competir con el magnetismo de Kate.
En el salón iluminado por arañas de cristal, bajo el techo dorado de Windsor, los brindis cruzan la mesa como espadas. Se habla de Europa, de comercio, de defensa. Pero también se habla de ella. Con la mirada, con las cámaras, con el silencio que acompaña a las figuras que no necesitan pronunciar discursos para ser el centro de atención.