Casas Reales

Pedro Sánchez cierra su día más complicado en un acto junto al rey Felipe VI y varios de sus ministros


Lucas del Barco

La tarde de este jueves no tenía aún el tono mustio de los días que caen rendidos al peso del calendario. Pero el aire, en los jardines del Palacio Real, olía a miedo contenido. Allí, en el corazón dorado del Estado, Pedro Sánchez compartía acto con el Felipe VI. El motivo era noble, casi épico: conmemorar los cuarenta años de España en las Comunidades Europeas. Y el Rey dejó un titular muy oportuno ante el presidente: El Rey: "La libertad y la democracia son conquistas garantizadas". Pero los rostros de los ministros y ministras socialistas, tan pulcros en sus vestidos y trajes de ceremonia, decían otra cosa. No había celebración en sus ojos. Solo murmullos entre dientes, labios tensos y miradas que no querían encontrarse demasiado.

La escena parecía salida de una pintura barroca: un monarca firme en su papel, cumpliendo con la agenda prevista con mucha antelación, haciendo su trabajo; un jefe de Gobierno que aprieta los dientes detrás del gesto sonriente, y alrededor, ministros y ministras en escorzo, hablando entre sí con esa urgencia casi muda de quien ha recibido una mala noticia y aún no sabe si se la cree del todo. La política tiene días en los que la Historia se escribe a pluma y otros, como este, donde se garabatea a lápiz tembloroso en el margen de un cuaderno de colegio.

Horas antes, Pedro Sánchez había comparecido en la sede del PSOE en Ferraz. Llevaba meses sin hacerlo. Fue una de esas comparecencias que no se anuncian como históricas, pero que la posteridad guarda en sus bolsillos rotos. No hubo estridencias, ni lágrimas, ni dimisiones en cadena. Pero sí una frase que marcó la jornada como una cicatriz en el rostro: "Quiero pedir perdón a la ciudadanía porque hasta esta misma mañana yo estaba convencido de la integridad de Santos Cerdán".

En esa sola frase, maquillada (como el rostro del presidente) con la calma tibia de quien ya no pelea contra el escándalo sino contra su propio reflejo, se condensaba todo. Cerdán, el secretario de Organización del PSOE, el hombre fuerte del aparato, el amigo fiel desde los días de la trinchera política, que tuteló al joven Sánchez, acababa de convertirse en un símbolo más de la caída. El Supremo hablaba ya de cohecho, de organización criminal. El mismo Cerdán que ayudó a Sánchez en 2014 a tomar el control del partido con una mezcla de audacia y cálculo milimétrico. El mismo que ahora, junto con el exministro Ábalos y el inefable Koldo García, aparece en cientos de conversaciones interceptadas por la Guardia Civil, compartiendo secretos como quien reparte billetes manchados de hormigón público.

El auto del Tribunal Supremo es una novela negra sin metáforas. Casi quinientas páginas de sospechas densas como aceite quemado, con nombres, cifras y frases susurradas que se clavan como cuchillas. Entre sus líneas aparece el alma descosida del poder: adjudicaciones amañadas, comisiones, tráfico de influencias, y hasta la sombra de un amaño en aquellas primarias de 2014 que dieron a Sánchez las llaves de Ferraz. Todo parece hoy un mal déjà vu, una historia repetida con nuevos protagonistas, pero idéntico aroma de podredumbre.

Y sin embargo, en medio de ese vendaval, Pedro Sánchez no se mueve. Se aferra al mástil como capitán que no cree en los naufragios, o que al menos sabe que, si el barco se hunde, aún puede llegar nadando hasta otra costa. La resistencia del presidente, esa especie de virtud trágica que ha elevado su carrera, se convierte ahora en una prueba para el propio sistema democrático. Porque, pese al escándalo, pese al ruido, Sánchez ha optado por no caer. Ha forzado la dimisión de su hombre fuerte, ha anunciado una auditoría interna —una suerte de exorcismo contable—, pero no ha asumido responsabilidad política alguna. No hay elecciones a la vista, ni cuestión de confianza. Ni un solo paso atrás. Llegó a Moncloa como antídoto de la corrupción del PP de Rajoy. Pasó la pandemia, la Filomena, la Dana, el volcán de la Palma, los escándalos de su hermano, de su mujer, de Ábalos. Y ahora esto. Pero da igual. "No habrá elecciones hasta 2027", asegura.

La política, como el ajedrez, a veces consiste en sacrificar una pieza para ganar tiempo. Y eso ha hecho el presidente: ha entregado a Cerdán a la opinión pública como quien ofrece carne a una jauría, mientras él se presenta como víctima, no como verdugo. Un movimiento que ya no sorprende a nadie, porque Sánchez nunca ha jugado otra partida que la de mantenerse en pie cuando todos los demás caen.

Sánchez pide perdón, pero no dimite

A su alrededor, el círculo de apoyo se tambalea, pero aún no cede. Sumar, sus socios de coalición, murmura su incomodidad, pero aprieta los dientes y agarra los ministerios como quien teme perder los últimos restos de una conquista. En las bancadas del Parlamento, los partidos que orbitan el firmamento socialista han pasado del silencio al titubeo. Ya no se declaran leales. Solo se declaran expectantes. En este instante, todo es posible. Todo está en vilo.

Pero el instinto de Pedro Sánchez para detectar cuándo una tormenta es solo un aguacero pasajero y cuándo es el preludio de un derrumbe parece intacto. Ha leído el momento, ha actuado con frialdad quirúrgica y ha decidido, una vez más, seguir. Porque en el fondo, el poder no lo ejerce desde la convicción, sino desde la tenacidad. Y si algo no se le puede negar al presidente, es que sabe resistir. Que para él lo más importante es él. Aunque verbalice exactamente lo contrario.

La paradoja es hiriente. Sánchez llegó al poder con una moción de censura que tumbó a Mariano Rajoy por un caso de corrupción. Hoy, siete años después, se encuentra al mando de un Gobierno acosado por su propio pasado inmediato, con dos de sus hombres más próximos señalados por delitos gravísimos, y sin embargo, su respuesta es la de siempre: apretar los labios, mirar al frente, sobrevivir.

La corrupción, la misma que utilizó como argumento moral para asaltar la Moncloa, ahora llama a su puerta con los mismos fantasmas, los mismos sobres cerrados, los mismos contratos con olor a pólvora burocrática. Pero esta vez no hay gesto redentor, ni gran proclama institucional. Solo una auditoría y un perdón que suena más a resignación que a propósito de enmienda.

Mientras tanto, el Rey, testigo mudo de la escena, se mantiene en su sitio. Entre saludos, sonrisas medidas y la atenta vigilancia de la cámara oficial, Felipe VI encarna la continuidad. Su presencia en el acto fue la coartada perfecta para que la política pareciera aún digna, incluso cuando el suelo tiembla. Núñez Feijóo, líder de la oposición, decidió no acudir. Quizá por respeto al Rey, quizá por no coincidir con el presidente al que exige cada día su dimisión. A veces, la política también es una coreografía de ausencias.

Pedro Sánchez cerró su jornada con el rey a su lado, el partido en crisis, con voces internas que ya gritan más que hablan, con el Gobierno bajo sospecha, y el país mirándolo con esa mezcla de incredulidad y hartazgo que acompaña siempre a los finales largos.