Casas Reales
Por qué una mayoría de Cardenales progresistas no garantizan continuidad en la sucesión del Papa Francisco
- En el horizonte inmediato, el nuevo Pontífice deberá estrenarse en el Jubileo de las Cofradías, el 17 de mayo, en Roma
- Felipe VI y doña Letizia firman, con doña Sofía, el libro de condolencias por el Papa Francisco antes de viajar al Vaticano
Informalia
Repiten que casi el 80% de los cardenales que han de elegir en el cónclave al sucesor del Papa Francisco en su votación de la Capilla Sixtina fueron elegidos por el pontífice argentino.
Pero en esa capilla donde los frescos de Miguel Ángel -como heridas de luz esculpidas en bóveda- se alzan como testigos inmemoriales del drama eterno del alma, vuelve a convocarse la majestad del secreto. Porque nada garantiza el futuro de la Iglesia.
Bajo las tintas solemnes de la historia, en ese recinto donde se conjugan el arte supremo y el temblor de lo eterno, se alzará, una vez más, la plegaria inefable de los hombres que escogen en nombre de Dios. Tras la muerte del Papa Francisco, ocurrida este 21 de abril del año de gracia de 2025, el mundo se apresta, con el aliento suspendido, a asistir al rito más sacro, al más humano y divino de los misterios: la elección del Vicario de Cristo.
El sucesor número 267 del trono petrino
Los cardenales, esas columnas de púrpura viva, se reunirán entre el 6 y el 11 de mayo para discernir —o más bien para dejarse traspasar por el discernimiento del Espíritu— quién será el sucesor número 267 del trono petrino. La lógica mundana murmura al oído que, habiendo sido designados en su mayoría por Francisco —casi el ochenta por ciento de ellos—, el nuevo pontífice será una prolongación de su mirada pastoral, de su apuesta por una Iglesia en salida, por una misericordia sin fronteras: por adaptarse a los tiempos, tender la mano a los migrantes, señalar a los señores de la guerra como genocidas o ser comprensivo con la homosexualidad.
Pero el Espíritu Santo, cuando sopla, no obedece a estadísticas ni pronósticos. Suele hablar en la grieta, y su voz —como la del Señor en el monte Horeb— no retumba en el estruendo del análisis político, sino que susurra en el silencio de la zarza ardiente del alma.
El cónclave de 1978
Conviene recordar —y conviene hacerlo con temblor y humildad— aquel doble cónclave de 1978, donde los mismos cardenales, apenas con semanas de diferencia, eligieron a dos Papas diametralmente distintos. Albino Luciani, Juan Pablo I, el Papa de la sonrisa fraterna, fue una caricia fugaz del cielo, una parábola de ternura truncada por el misterio de su muerte repentina. Y después, como un fuego que arrebata el corazón del mundo, Karol Wojty?a, Juan Pablo II, irrumpió como un huracán de santidad profética, desbaratando el imaginario de lo previsto, traspasando los límites del mapa y del alma.
Así también ahora, en esta hora crepuscular y germinante, la Iglesia entera se pone de rodillas para asistir a lo imprevisible. No serán las geografías del poder, ni las inclinaciones ideológicas, ni los equilibrios diplomáticos los que marcarán el pulso definitivo del cónclave. Será ese temblor interior que sacude a cada cardenal cuando, al escribir un nombre en la papeleta, sabe que no firma una voluntad propia, sino que consagra un abandono. No hay elección más desnuda, ni voto más puro, que el que se emite cuando uno ya no quiere, sino que se deja querer por Dios.
El sucesor de Francisco heredará una herencia titánica
El sucesor de Francisco heredará una herencia titánica. Deberá custodiar el fuego de una Iglesia que busca caminar junta —la sinodalidad— sin apagar la llama de la Verdad eterna. Deberá enfrentarse a un mundo que se seculariza, que ha aprendido a vivir como si Dios no existiera, pero que sigue buscando sentido en los rincones más oscuros de su extravío. Deberá tender puentes hacia los lejanos, dialogar con los no creyentes, sanar las heridas internas de un cuerpo eclesial a veces desgarrado por tensiones, pero siempre vivo.
Y más allá de las tareas visibles, el nuevo Papa será, ante todo, un pastor. No un gerente ni un diplomático, sino un hombre tocado por la Gracia, capaz de decir, como Pedro en el lago de Galilea: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo". Será pastor en el sentido bíblico, es decir, dispuesto a dar la vida por las ovejas, a cargar sobre sus espaldas al extraviado, a proteger a los pequeños y a reprender, con la voz de Cristo, a los que quieren convertir la Iglesia en un feudo ideológico.
En el horizonte inmediato, el nuevo Pontífice deberá estrenarse en el Jubileo de las Cofradías, el 17 de mayo, en Roma. Allí, entre tambores y pasos, entre mantillas y lágrimas sevillanas, los ecos del sur español se elevarán hasta la cúpula de San Pedro como incienso de siglos. Será el primer acto público del nuevo Papa, pero no será un desfile ni una liturgia hueca, sino la primera oportunidad para mostrar que el Espíritu sigue fecundando con belleza el corazón del pueblo fiel.
Así, mientras los medios especulan, mientras los opinadores abren quinielas y los diplomáticos tejen cábalas, en el silencio sagrado del cónclave —donde cada susurro resuena como un trueno en la eternidad—, la Iglesia reza. Reza con el corazón contrito y esperanzado de quien sabe que no es ella quien elige, sino que es elegida. Porque en ese recinto milenario, más allá de todo cálculo humano, es el Espíritu quien escribe su designio sobre la arcilla temblorosa de los hombres. Y lo hace, siempre, con la caligrafía luminosa de lo eterno.