¿Está Carlos III cerca de la abdicación en 2025? Su discurso llega entre el escándalo y la mala salud
Sara Tejada
La Casa Real Británica anunció hace ya once meses que el rey Carlos III de Inglaterra había sido diagnosticado de cáncer. El monarca comenzó un tratamiento que le retiró temporalmente de sus labores y que después le ha obligado a reducir su actividad pública. Contábamos el pasado día 23 el cambio de escenario para su discurso de este año. El monarca británico, como casi todos los jefes de Estado, elige la Navidad, para dirigirse a la ciudadanía. Es en esta época, y bajo ese manto de nostalgia y consumo, es cuando los Reyes se reafirman tanto o más que sus súbditos en las tradiciones y se activan los discursos. Este 2024 que se muere de viejo requiere un obligada mirada hacia la Familia Real británica, un clan que nunca falla en regalarnos la mezcla perfecta de boato, decadencia y deslices éticos y que este año se ha tambaleado en la salud y la enfermedad.
La Navidad, con su promesa de renovación y esperanza, podría ser un buen momento para que los Windsor reflexionen sobre su papel en la sociedad. Pero, dado su historial, es más probable que continúen su camino de privilegios desmedidos y gestos simbólicos vacíos. Al fin y al cabo, si algo nos ha enseñado la monarquía británica, es que su capacidad para reinventarse está siempre subordinada a su obstinada defensa del statu quo.
En este 2024, la escena monárquica no ha decepcionado: desde los desvaríos comerciales de Meghan y Harry hasta el retorno estelar de Andrés, el príncipe caído en desgracia, los Windsor han desplegado un teatro que oscila entre lo absurdo y lo indignante. Los duques de Sussex, Meghan Markle y el príncipe Harry, llevan años intentando reescribir su papel en el relato real desde su retiro a Montecito, California. Sin embargo, sus esfuerzos parecen tener más de tragicomedia que de redención. Este año, su incursión en el mundo del entretenimiento con Polo, una serie documental en Netflix sobre el deporte ecuestre, ha dejado un sabor amargo entre críticos y espectadores. Pese a las expectativas generadas por su contrato multimillonario con la plataforma, la serie no ha logrado el impacto esperado. El público se enfrenta a un espectáculo anodino que recuerda más a un reality de lujo que a un contenido informativo y relevante.
Harry, quien soñaba con este proyecto como un tributo a su pasión por el polo, no parece haber comprendido que su público objetivo está más interesado en los chismes reales que en las jugadas deportivas. Por su parte, Meghan, que había anunciado con gran fanfarria su marca de estilo de vida American Riviera Orchard, ha visto cómo sus planes para lanzar líneas de mermeladas, galletas para perros y vino rosado se enredaron en problemas legales con la Oficina de Patentes de Estados Unidos. Entre promesas incumplidas y productos que nunca vieron la luz, la pareja sigue tambaleándose en su intento de convertirse en una marca global que trascienda la esfera real.
El caso Andrés: un manual de lo que no se debe hacer
Mientras Meghan y Harry luchan por encontrar su lugar en el mundo, el príncipe Andrés, hermano del rey Carlos III, continúa siendo la encarnación del privilegio desmedido y la ceguera moral. Este año, su nombre volvió a acaparar titulares, no por redimirse, sino por un nuevo escándalo relacionado con Yang Tengbo, un empresario acusado de espionaje a favor del gobierno chino. Según se ha revelado, Tengbo era un "íntimo confidente" de Andrés, al punto de haber sido invitado en dos ocasiones al Palacio de Buckingham.
El príncipe Andrés, quien ya había perdido su rango oficial y su lugar en actos públicos tras su polémica relación con Jeffrey Epstein, parece ser incapaz de aprender de sus errores. Su apego a figuras cuestionables y su absoluta falta de criterio lo han convertido en el epítome de la imprudencia real. Sin embargo, el castigo que se le impone resulta irrisorio: este año, Andrés no participará en el tradicional paseo navideño de la familia real en Sandringham. Es un gesto simbólico que no se traduce en una verdadera sanción, especialmente cuando el rey Carlos III continúa destinando millones de libras del erario para mantener la seguridad y el estilo de vida de su hermano en el Royal Lodge.
La monarquía como institución: opulencia versus responsabilidad
El caso de Andrés no es un episodio aislado, sino una manifestación extrema de una institución que parece haber perdido el contacto con la realidad social. Este otoño, una investigación conjunta de Channel 4 y The Sunday Times reveló los exorbitantes ingresos que el rey Carlos III y el príncipe Guillermo obtienen de sus propiedades. Desde el alquiler de almacenes del NHS hasta las tasas impuestas al Ministerio de Justicia por usar la prisión de Dartmoor, los beneficios personales de la familia real contradicen su supuesta misión de servicio público.
En este contexto, resulta difícil tomar en serio las iniciativas de Guillermo, como su proyecto Homewards para combatir la falta de vivienda o su concurso Earthshot, que premia soluciones innovadoras contra el cambio climático. ¿Cómo reconciliar estas nobles causas con los ingresos generados por arrendar terrenos públicos o cobrar por infraestructuras esenciales? El príncipe Guillermo, con su imagen cuidadosamente diseñada como el rostro moderno y sensible de la monarquía, enfrenta el desafío de alinear sus palabras con sus acciones.
Un legado en crisis
La Familia Real británica siempre ha sido un símbolo de estabilidad para algunos y de obsolescencia para otros. En tiempos de crisis económica y tensiones sociales, su opulencia y sus privilegios parecen más fuera de lugar que nunca. Aunque los escándalos de Andrés son los más llamativos, representan un problema más amplio: la desconexión entre la institución monárquica y las necesidades de los ciudadanos. Desde los deslices comerciales de Meghan y Harry hasta los beneficios cuestionables de Carlos y Guillermo, los Windsor siguen demostrando que, lejos de ser un anacronismo encantador, son una institución que necesita urgentemente repensar su lugar en el mundo. Carlos III, de 76 años, ascendió al trono británico en septiembre de 2022 tras la muerte de su madre, la reina Isabel II, quien reinó durante más de 70 años, convirtiéndose el actual monarca en el segundo heredero británico que más ha esperado para acceder al trono de la historia, solo superado por la princesa Sofía de Hannover.
Si la salud empeorara a raíz de su enfermedad, la solución serían la abdicación: dejaría el trono a su primogénito Guillermo. Para hacer oficial la abdicación de Carlos III, el rey primero tendría que hacer una declaración formal en la que indique que ya no desea servir como monarca. Después de esto, el Parlamento de Reino Unido tendría que aprobar una Ley de Abdicación. La actual línea sucesoria de Carlos III incluye a 24 personas pertenecientes a la familia real británica. No está regulada sólo por descendencia, sino también por estatuto parlamentario y en ella no se incluye a la reina consorte.
El príncipe de Gales es el primero en la línea de sucesión al trono británico. Le siguen sus tres hijos: el príncipe Jorge, de diez años, luego la princesa Carlota, de ocho, y el príncipe Luis, de cinco. Todos menores y lejos de la edad de reinar. Tras ellos, la línea sucesoria de Carlos III continúa con su segundo hijo, Enrique, apartado de Buckingham, y sus nietos Archie y Lilibet, apenas unos bebés.