Enrique Iglesias cumple 50 años: buena relación con su madre, la pelea con su padre y sus obsesiones
Sara Tejada
Los cincuenta años de Enrique Iglesias no se celebran con fuegos artificiales ni champán en cascada. Se conmemoran en silencio, con una copa de vino en la mano y las cortinas cerradas. Si en la vida hay dos tipos de celebridad —los que brillan por lo que enseñan y los que encandilan por lo que ocultan— Enrique pertenece, sin duda, al segundo grupo. Hijo de una reina del papel cuché y de un emperador del escenario, aprendió muy pronto que la única manera de sostener la fama era encerrarla bajo llave.
Nació rodeado de flashes, como si los fotógrafos lo hubieran recibido en el paritorio antes que el médico. Aquel niño menudo, de ojos rasgados, no tuvo un solo minuto de anonimato. Isabel Preysler y Julio Iglesias formaban un matrimonio que, más que hijos, generaba titulares. Y sin embargo, Enrique, en medio de aquella bacanal de exclusivas, aprendió a desaparecer. En la saga Iglesias-Preysler, cada hijo ocupó su trinchera: Chábeli, la embajadora del glamour doméstico; Julio José, el discípulo musculado de los gimnasios y la sonrisa profesional. Enrique no tuvo más remedio que inventarse un destino. Lo suyo fue la música. Pero no como herencia, sino como fuga. Como si al cantar quisiera escapar del eco de su apellido. Y para eso tuvo que hacerlo a escondidas, como quien planea una huida.
La relación entre padre e hijo quedó tocada
No pidió favores. No tocó puertas doradas. No buscó el padrinazgo del padre. Al contrario, recurrió a la niñera —la señora que le cuidó los sueños— y le pidió dinero prestado. Con esos 500 dólares grabó la maqueta de Si tú te vas, un título que, sin saberlo, era también una declaración de intenciones. Porque se fue: de casa, del apellido, del universo ególatra de su progenitor. Se marchó a buscar un nombre propio en un mundo que le conocía solo por el de su padre.
Julio Iglesias, que ha sido muchas cosas —galán, empresario, mito viviente—, jamás toleró la competencia. Mucho menos la doméstica. De ahí que, al enterarse de que su hijo le había ocultado su debut, reaccionara como un César herido. Se ofendió, no por lo que Enrique hizo, sino por lo que no le pidió. Ese fue el pecado. No el atrevimiento de cantar, sino el orgullo de no consultarle.
La pelea de Julio Iglesias y su hijo
Durante un tiempo, la familia Iglesias-Preysler vivió bajo el signo del glamour y del miedo. El secuestro del doctor Iglesias Puga, abuelo de Enrique, fue un golpe tan hondo que provocó una decisión irrevocable: Isabel Preysler y Julio Iglesias enviaron a sus tres hijos a Miami. Allí, en un barrio de mansiones y jazmines tropicales, Chábeli, Julio José y Enrique comenzaron otra vida. Lejos de Madrid, lejos del ruido, pero no del drama. Julio Iglesias, consciente de que la fama y la paternidad no siempre son compatibles, decidió entonces no compartir su tejado con sus hijos. "No quiso que viéramos que era un mujeriego", recuerda Chábeli con esa mezcla de ternura y resignación que da el tiempo. Por eso les compró una casa justo al lado, como quien quiere estar cerca sin exponerse. Los tres hermanos vivían con su abuela y con una figura clave: Elvira Olivares, "La Seño", que no solo fue su niñera, sino su brújula moral, su refugio. "Era muy estricta —dice Chábeli—. No sabes la de veces que he desayunado lentejas porque no las había cenado la noche anterior". Pero más allá de las lentejas y los regaños, Elvira era amor sin micrófonos. Y sobre todo para Enrique, el más pequeño, el más callado, el que siempre miraba desde un rincón.
A ella, solo a ella, le confesó su secreto: quería ser cantante. Lo quería con una fuerza antigua, con esa obstinación heredada que parecía venirle de los genes. Y fue Elvira quien le prestó los 500 dólares que necesitaba para grabar una maqueta. El título era ya una declaración simbólica: Si tú te vas. El joven Iglesias no pidió permiso, ni ayuda. Ni siquiera avisó. Solo se fue. Cuando Julio Iglesias se enteró, no hubo escena pública, pero sí un terremoto privado. Llamó a su hijo por teléfono y lo que siguió fue una tormenta. "Me dijo que estaba loco, que por qué lo hacía sin decirle nada, que sin él no conseguiría nada", recordaría años después Enrique, con la voz aún cargada de aquella primera herida. Tras la discusión, hizo las maletas y se marchó. No solo de casa, también del universo del padre. En adelante, Enrique caminaría por su cuenta.
Lo que había entre ellos no era una simple tensión paterno-filial. Era un duelo de titanes. Julio, el latin lover que conquistó el mundo con su acento sedoso, vio en su hijo no solo a un heredero, sino a un competidor. Enrique no era un aprendiz. Era un espejo. Uno que reflejaba, con la belleza de su juventud y la eficacia de sus baladas, el tiempo que al padre se le escapaba.
"Siempre he querido vender más discos que mi padre", confesó Enrique en una entrevista. "Ser mejor que él. Mejor artista". La sombra de Julio era inmensa, pero el hijo no temía caminar a contraluz. Cada uno tenía sus credenciales: Julio cantó con Diana Ross, Enrique grabó con Whitney Houston. Uno llenó estadios en los ochenta, el otro lo hizo en los dos mil. Pero había algo más: competencia cruda, casi deportiva.
En una entrega de premios, ambos fueron nominados como Mejor Cantante Latino. El ambiente era irrespirable. Cuando finalmente ganó Julio, no perdió la oportunidad de lanzar una sonrisa con filo: "Sobre todo quiero decirle a mi hijo que, mientras yo siga subiendo a los escenarios, seguiré compitiendo con él".
Julio José, el hermano del medio, lo explica sin dramatismos: "Mi padre está orgulloso de nosotros, pero siempre quiere ganar. Es un competidor nato". Chábeli, siempre diplomática, restó importancia a esa rivalidad: "Mi padre dice muchas cosas que no siente". Quizá. Pero el silencio entre ellos duró una década.
Diez años sin hablarse. Diez años en los que cada uno siguió su ruta, el padre cosechando homenajes y el hijo llenando listas de éxitos. Coincidieron en contadas ocasiones. Una de ellas, histórica, fue en Marbella. Julio Iglesias daba un concierto. Enrique no subió al escenario. Se sentó entre el público, en la penumbra. Aplaudió como un hijo que, tras todo, aún guarda respeto. Fue su forma de decir "estoy aquí". En una entrevista Julio bajó la guardia por un instante. Cuando le preguntaron si Enrique llegaría tan lejos como él, respondió: "Yo creo que más. Enrique puede llegar a donde quiera". Y en esa frase —con toda su carga de admiración y resignación— estaba contenida toda la historia.
Julio no soportaba que otro Iglesias (y menos uno más joven y atractivo) empezara a disputarle los afectos del público
Porque padre e hijo eran demasiado parecidos: perfeccionistas, trabajadores, tercos. Lo que los distanció no fue la música, fue el orgullo. Pero también esa herencia callada que Enrique, a su modo, ha sabido reconvertir: hacer de su carrera un trayecto sin escándalos, de su vida privada una fortaleza inexpugnable, y de su silencio… una forma de arte.
Desde entonces, la relación entre padre e hijo quedó tocada. No hubo reproches públicos, pero el hielo también habla. Julio no soportaba que otro Iglesias —y menos uno más joven y atractivo— empezara a disputarle los afectos del público, los focos del éxito. Enrique, por su parte, transformó esa herida en ambición. "Quiero vender más discos que mi padre", dijo alguna vez. Y lo hizo. Silenciosamente, sin alardes. Solo con canciones.
El tiempo, que todo lo estira hasta el ridículo, también trajo una tregua escénica. Fue en Marbella. Enrique, el hijo pródigo, acudió al concierto del patriarca. No cantó con él. Solo estuvo entre el público. Pero ese gesto, sutil como una reverencia, bastó para escenificar una reconciliación. De esas que no se anuncian, pero se sienten. Julio, el eterno amante, parecía por fin rendirse ante su mejor obra: un hijo libre, exitoso y hermético.
Hermético, sí. Porque si hay una palabra que define a Enrique Iglesias es esa. En tiempos en que todo se muestra y se comparte —las casas, los hijos, las cenas y hasta los bostezos—, él vive rodeado de muros, tanto reales como simbólicos. En su mansión de Miami, cada reforma es una metáfora de su personalidad: hormigón, acero, cámaras. Un refugio de 2.200 metros cuadrados donde ni siquiera el aire de la fama logra colarse. Allí vive con Anna Kournikova, su compañera, y sus tres hijos. A estos sí que los protege como a tesoros.
Poco se sabe de su vida cotidiana. No da entrevistas. No aparece en saraos. No asistió ni siquiera a la boda de su hermana Tamara, convertida en evento nacional. Isabel Preysler, siempre elegante, ha contado que habla con él de madrugada, cuando el silencio es más hondo y las llamadas cruzan el Atlántico como secretos. Es en ese territorio de lo íntimo donde Enrique ha construido su imperio. No un imperio de fans, sino de afectos elegidos. La privacidad no es un capricho en su caso; es un trauma gestionado. De niño fue perseguido por la prensa, convertido en juguete mediático. Supo lo que era ser famoso sin haberlo pedido. Por eso, cuando le llegó su turno de brillar, eligió hacerlo con gafas oscuras, voz suave y pasos medidos. No hay escándalos, ni declaraciones, ni siquiera muchas fotos. Enrique Iglesias ha logrado lo que pocos: ser uno de los artistas latinos más exitosos del mundo… sin que sepamos nada de él. Y, sin embargo, lo intuimos. Por las canciones que repiten los adolescentes en bucle, por los suspiros que aún provoca en los conciertos, por esas escasas imágenes que Anna publica, siempre bien encuadradas, de sus hijos jugando en el jardín. Ahí está él, detrás del objetivo. Sonriendo con ese gesto tímido, como si supiera que la fama es un animal hermoso, pero traicionero.
El pasado mes de enero nos encontramos a Anna Kournikova en silla de ruedas
El pasado mes de enero nos encontramos a Anna Kournikova en silla de ruedas, lo que generó preocupación sobre su estado de salud. Desde entonces, la extenista se ha mantenido alejada del ojo público, dedicando sus esfuerzos en su recuperación. Un proceso que, por lo que parece, le permite hacer cada vez hacer más planes, tal y como se comprueba en las nuevas imágenes que ahora circulan por las redes sociales. La deportista ha sido vista junto a su marido, Enrique Iglesias, y sus hijos.
En las instantáneas, el cantante aparecía protegido del sol con una camiseta de manga larga con capucha y una gorra. Fue el propio artista el que se puso a los mandos del yate, una tarea en la que le acompañó su hijo Nicholas, que acaba de cumplir siete años junto con su melliza Lucy. La pequeña, Mary, tiene cinco. Estos dos últimos también iban a bordo del barco.
Anna Kournikova caminó por la cubierta, ya recuperada del esguince por el que fue fotografiada en silla de ruedas.
Después del paseo en el yate, el plan familiar continuó, pues el cantante había preparado un día de pesca en el muelle de su mansión. Cabe recordar que el músico tiene fijada un residencia en una de las zonas más exclusivas de Miami. Fue allí donde sacó una caña de pescar y jugó con sus hijos.
Como decíamos, el músico agradece pasar tiempo con los suyos. Para el hijo de Julio Iglesias no todo es trabajo. "Estoy en plan relax, en casa con los niños, disfrutando de poder llevarlos al colegio, verlos crecer... Tengo unos gemelos de seis años y una niña de cuatro años, así que cada día que pasa crecen rapidísimo y quiero disfrutar. En 24 horas ya han crecido", declaraba. Una imagen familiar que llego cinco meses antes de este 50 cumpleaños. El artista regresa a España con su música este verano, ya que está confirmado como una de las estrellas que actuarán en el Granca Live Fest, que se celebrará en Las Palmas de Gran Canaria, entre el 3 y el 5 de julio.
Este jueves cumple medio siglo. ¿Habrá fiesta? ¿Invitados? ¿Una foto en redes? Probablemente no. Tal vez una cena tranquila, una botella de vino con Anna mientras los niños duermen. Tal vez una llamada de su madre, una broma de Julio José, una foto de Chábeli con velas. Y el resto, silencio. Como ha sido siempre. Porque Enrique Iglesias, al final, ha hecho de su vida un acto de resistencia. Y de su privacidad, su mejor canción.