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Álvaro se despide de su padre: "En los días finales, cuando la muerte ya tocaba a la puerta, Vargas Llosa sonrió"

Álvaro Vargas Llosa y su padre

Informalia

"El dolor pasa, la belleza permanece", le dijo Renoir a Matisse. Y Álvaro lo repite en la carta con la que se despide de su padre como una oración laica, para despedir al hombre que fue su mejor amigo. Las cenizas viajarán a un lugar secreto, donde su padre volverá a ser tierra, polvo o idea. Pero en la memoria de quienes lo leyeron, lo discutieron, lo amaron o lo desafiaron, quedará eso que no muere: la forma invisible de lo que fue.

En un rincón discreto de Europa, donde las montañas suavizan la herida del horizonte, Álvaro Vargas Llosa se sienta con una urna a su lado. Contiene una parte de las cenizas de su padre. La otra, dice, ha quedado en Lima, junto a la raíz primera. Es abril y la brisa tibia parece contener el aliento, como si el mundo se inclinara levemente ante la ausencia reciente del último de los escritores monumentales de habla hispana. A este silencio le responde Álvaro, no con una elegía solemne, sino con una carta que publica en El País hilada de recuerdos, ternura, reproche y admiración. Una despedida, sí, pero también una bienvenida a esa forma nueva y difusa en que los muertos vuelven a vivir entre nosotros: la idea.

Desde el principio, el hijo se enfrenta a la ceremonia íntima con el pudor del agnóstico. No hubo curas ni liturgias. Solo palabras. Y una pregunta: si el alma no tiene destino, ¿qué sobrevive? La respuesta, dice, la encontró en Victor Hugo, cuando lloraba a George Sand: la carne desaparece, pero queda la idea. Así, Vargas Llosa, el hombre, el padre, el escritor, sobrevive no en el cielo, sino en cada lector que lo imagine de uniforme escolar en un colegio de pesadilla, o caminando entre la niebla amazónica de Santa María de Nieva. Sobrevive en la Lima de los años cincuenta que ya no existe, y en cada defensa a viva voz de las libertades individuales que él pronunció sin vacilar, como un centinela solitario en medio del desconcierto.

"Varguitas", lo llama su hijo, devolviéndolo al diminutivo de su juventud, como si la muerte devolviera también la inocencia. Aquel lunes, frente a su cuerpo inerte, Álvaro eligió hablar solo. No por protagonismo, sino por mandato afectivo. Cada palabra tenía que contener un gesto, una escena, una contradicción. Lo retrató en tres rasgos: el iluso, el franco, el hidalgo. El iluso se revela una noche en la Lima de la infancia, cuando un ruido extraño sacude el sueño de la casa. Álvaro recuerda a su padre calzando una pantufla, empuñándola como si fuera un arma, dispuesto a enfrentarse a unos ladrones invisibles. Allí, en la imagen absurda y épica del escritor enfrentando el peligro con una zapatilla, nació para él la idea de un hombre que se lanzaba al abismo confiando en su fantasía. No una ingenuidad banal, sino una obstinación heroica.

El segundo rasgo, el de la franqueza, es más áspero. Una vez, cuando Álvaro iba a ser enviado a un internado en Inglaterra, temeroso de quedarse mudo por no saber inglés, preguntó: "¿Uno puede volverse mudo si deja de hablar?". Su padre respondió, sin adornos: "Es muy probable que sí, Alvarín". Cualquier otro habría mentido piadosamente. Él, no. Esa honestidad, a veces cruel, fue también la raíz de sus desencuentros, de sus verdades literarias y políticas lanzadas sin calcular el temblor que podrían causar. Finalmente, el hidalgo. En plena campaña electoral, Álvaro rompió con el candidato que su padre apoyaba. Mario se enfadó. Se dijeron palabras duras, se distanciaron. Pero años después, cuando el polvo de la política ya no pesaba, el padre escribió una columna en El País, pidiendo perdón a su hijo. "Me conmovió hasta los huesos", confiesa Álvaro. Ese gesto, más que la razón, fue lo que volvió a reunirlos.

Esta carta, sin embargo, no se escribe solo desde la solemnidad. Tiene también la textura de la vida cotidiana. Está el hombre que odiaba las aceitunas, el que se encerraba en el baño durante una campaña para leer a Góngora, el carnívoro insaciable, el cinéfilo incurable, el padre que obligaba a sus hijos a leer con la esperanza de que la costumbre creara placer. Y, sobre todo, el amigo que aún escucha desde la urna, mientras su hijo, a solas, le susurra en voz baja: "Te equivocas, este diálogo continúa".

En los días finales, cuando la muerte ya tocaba a la puerta con el dedo insistente del destino, Vargas Llosa sonrió

El mundo —desde el Líbano hasta la India, desde Madrid hasta Arequipa— despide al Nobel, al intelectual, al dramaturgo, al agitador de conciencias. Pero Álvaro despide al padre, al cómplice de juegos y viajes, al que lloró con emoción mientras escuchaba a Rimbaud poco antes de morir. No lo embalsama con palabras dulces, sino con verdad. Porque así vivió él: incomodando, desafiando, brillando. En los días finales, cuando la muerte ya tocaba a la puerta con el dedo insistente del destino, Vargas Llosa sonrió. Reía con la risa de quien ha vivido sin ahorrar ni un gramo de pasión. "Je me souvenais du rythme, pas des mots", dijo al escuchar Le Bateau ivre. La música quedaba, las palabras se difuminaban. Tal vez esa sea también la clave de su legado: el ritmo de una vida empujada por la belleza, la ironía y la palabra escrita. Ahora, con las cenizas divididas entre dos continentes, Álvaro reconoce el dramatismo que ni siquiera la muerte pudo sofocar. Mientras él lloraba en Lima, su pareja abandonaba la relación sin una despedida. "Todo drama tiene un toque de comedia", parece decir con una mueca cansada.