La insoportable levedad de Isabel Preysler en la inmensidad de Vargas Llosa: conversación en la eternidad
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Lucas del Barco
Tal vez lo que nunca soportó Isabel Presyler (en su vida, no solo durante su relación con el autor de Travesuras de la Niña Mala) fue la levedad. Tal vez ahora ya no sea igual y le agrade. La muerte del extraordinario escritor peruano ha resucitado algunos debates sobre su romance de poco más de siete años con la socialité que resultan mediáticamente muy rentables pero tan insignificantes como una gota de frivolidad en el océano de una vida de 89 años, una vida de genialidad del literato premiado con el Nobel, el Príncipe de Asturias o el Cervantes, además de una cantidad incontable de innumerables distinciones que reconocieron al autor de Conversación en la catedral.
El romance fue breve. No tanto por el tiempo que duró —siete años pueden ser una vida— sino por el peso que dejó. O más bien, por la liviandad con la que se esfumó. Como el humo del cigarro que Vargas Llosa no fumaba pero que siempre pareció tener entre los dedos. Como una línea olvidada en uno de sus cuentos: bella, estilizada, intrascendente. Ella era Isabel. Es Isabel. Mujer con clase, de salir en revistas cobrando o sin cobrar, de salones perfumados y casas con fuentes. De matrimonios notables: de Julio Iglesias, de Carlos Falcó o de Miguel Boyer. El mejor cantante, un marqués y un superministro. Luego un Nobel con el que no se casó. Él, Mario. Hombre de libros y cafés sin azúcar. Se encontraron cuando él tenía las palabras domesticadas y la vejez rondándole los huesos. Cuando ella ya sabía cómo vivir con aplausos y sin sombra. El mundo celebró la unión como un espectáculo. No era solo amor, era también farándula. Me dicen que entre las posadas y las robadas, Hola dio al menos 30 portadas de ellos en siete años.
30 portadas tan comentadas
Pero él, como los buenos toreros de su tierra adoptiva, sabía cuándo entrar en el ruedo. Abandonó a su esposa de toda la vida, Patricia, su prima, días después de celebrar las bodas de oro. Fue un salto al vacío que solo los escritores de verdad se atreven a dar: cambiar la certeza por el abismo. Hizo lo mismo con su primera mujer, La Tía Julia. El Escribidor se fue con su prima, más joven entonces. Y la hizo madre de sus hijos. O viceversa. Luego tuvo, según una carta de la propia Patricia Llosa, "20 o 30" mujeres en su medio siglo de matrimonio. Pero ninguno de esos romances que constan en esa carta envenenada qe fue filtrada a la prensa fue exhibido. No tanto como en 30 portadas tan comentadas como esas 30 monedas de la Biblia.
Isabel fue para él un espejismo. Un reflejo dorado en el cristal de la edad. Era la única forma de seguir viviendo como personaje de novela. Un giro inesperado. Pero cuando el telón cayó, cuando el ruido se apagó, volvió a Lima. Y en ese regreso estaba la redención. Así es la vida. Cuentan en El País que Mario en sus días finales caminaba por la playa con un viejo amigo. Hablaban de política, de la memoria, de la muerte. Dicen que el mar, como su prosa, era firme y profundo. Y Lima —su Ítaca, su castigo y su consuelo— lo abrazó de nuevo, con esa mezcla amarga de cariño y reproche.
Patricia volvió. Siempre estuvo, en realidad. Lo esperó como esperan las cosas que son ciertas: sin hacer más ruido que ese carraspeo que entonaba en los aeropuertos cuando los micrófonos de esos reporteros qe persiguen por las terminales se le acercaban junto al carrito de las maletas. Sus hijos lo entendieron, la tribu lo cobijó. Isabel se quedó atrás, como un perfume que aún flota en la habitación pero que ya no pertenece a nadie. Dijo que fueron los celos.
A Vargas Llosa no le gustaba hablar del deterioro. Lo detestaba. "Las ruinas humanas", decía. Pero aceptó el paso del tiempo con la misma disciplina con la que escribía. Corrigiendo frases, buscando claridad, incluso en el crepúsculo. Escribía sobre Sartre en sus últimos postreros. Leía a los franceses. Recordaba las campañas políticas, la muerte de sus amigos, las traiciones de la historia. Dijo una vez que detestaba la cursilería. Y, sin embargo, lloró al recordar a Patricia en el discurso del Nobel. Eso no era cursi. Era amor. Del bueno. Del que aguanta los terremotos. Los rumores sobre su salud crecían. COVID, cáncer, neumonía. Poco importaba. Lo que dolía era perder la memoria. La tuvo brillante. Era un viejo zorro de las ideas. Pero en el cuento Los vientos ya se leía el arrepentimiento. El personaje no tenía nombre, pero era él. Un hombre que, al final, comprendía que había abandonado lo verdadero por lo fugaz.
El último cumpleaños lo celebró rodeado de los suyos. Hubo risas, música y comida peruana. Lomo saltado, chupe, guargüeros. El escritor ya no era el político ni el amante. Era el abuelo. El patriarca. El hombre que regresó. Su muerte no fue pública. Fue íntima. Una incineración sin homenajes. Un adiós sereno. Parte de sus cenizas fueron al mar. El resto, a Europa. Como su vida: dividida, errante, universal. ¿Y el romance con Isabel? Fue lo que fue. Ligero, intenso, decorativo. Como un vals bien bailado. No ensombrece su obra, ni la enriquece. Enriqueció su vida, su corazón, su popularidad en España sobre todo. Hasta los dioses se pierden en pasiones pequeñas. La relación fue hermosa, por qué no. Respetable y seguro que sagrada por momentos; pero efímera. Como todo. Aunque muy sobrevalorada en España por la potente caja de resonancia de las portadas de las revistas del cotilleo.
Pero lo esencial, lo que queda, además de sus hijos y sus nietos y demás es la conversación eterna con la literatura. Con su país amado y detestado. Con la historia. Con la libertad. Porque Mario Vargas Llosa no fue un hombre sencillo. Fue un campo de batalla. Y en medio de la guerra, incluso los soldados más nobles pueden bajar la guardia por una sonrisa hermosa. Y viceversa. Pero al final, siempre vuelven a casa. Siempre. Y en esa casa, la suya, la de los libros y los nietos, de la luz limeña y la voz de Patricia, esperó el silencio. Y lo encontró como a una vieja frase perfecta: inevitable, final, inmortal. Al otro lado, el admirable respeto y silencio de una mujer que también lo amó. ¿Quién puede no amarlo si lo hemos leído?