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Cuatro bodas y un dineral: Juan Villalonga, sus esposas y sus negocios, una ópera barroca de un cortesano caído

    Villalonga junto a Vanessa Von Zitzewitz. Y Adriana Abascal, otro de sus grandes amores

    Informalia

    En el teatro español del poder, donde se cruzan las ambiciones doradas con las pasiones bajas, hay personajes que parecen escritos por un autor barroco, con trazo de puñal y perfume caro. Juan Villalonga es uno de ellos. Su vida podría representarse en un escenario iluminado por lámparas de araña, con una orquesta afinando en la penumbra mientras entra en escena el financiero de voz grave y americana entonación, luciendo la sonrisa del que supo ser poderoso. Su historia no es solo un currículum de altos cargos, divorcios y escándalos, sino un espejo que refleja una época: la del capitalismo castizo revestido de glamur extranjero, la de los amigos íntimos del poder convertidos en pararrayos de su propia vanidad.

    Villalonga, madrileño de cuna aristocrática y colegio pilarista, creció con el destino marcado por los salones de moqueta gruesa y los despachos donde se dicta el futuro de las telecomunicaciones entre copas de coñac. Su nombre saltó a la primera línea cuando, de la mano de su viejo amigo José María Aznar, fue coronado presidente de Telefónica en 1996. Allí, en el trono de la gran multinacional española, empezó el gran vals de su ascenso y caída, una danza donde los contratos bailaban al ritmo de las privatizaciones y las plusvalías se deslizaban por alfombras de confidencialidad. Fue un tecnócrata de traje impecable y verbo afilado, que se paseaba por los consejos de administración como si fueran pasarelas, rodeado de asesores, deudas flotantes y amigas íntimas del rey Emérito.

    Aquel joven de mirada aguda que estudiaba Derecho en Deusto y completaba su formación entre bancos y bufetes de postín, pronto comprendió que el poder no se conquista, se hereda o se finge. Se vinculó a los Aznar como un cortesano ilustrado, un hombre necesario en una monarquía sin trono. Y durante un tiempo, lo fue. Convirtió a Telefónica en un imperio multimedia, mezclando tecnología con política, y dejando en los libros de historia empresarial una huella con aroma a codicia ilustrada. Pero el teatro del poder es implacable con quienes se creen imprescindibles: en 2000, acosado por acusaciones de uso de información privilegiada y una CNMV que empezaba a olfatear el humo tras el telón, Villalonga fue despedido con una indemnización millonaria y una reputación tan abollada como su ego.

    Pero como buen personaje vicentiano, Juan Villalonga no se retiró a la sombra. Al contrario, huyó hacia el sol del exilio dorado. Primero Miami, donde compartió veladas con estrellas como Antonio Banderas o Julio Iglesias, y más tarde Londres, desde donde tejió sus negocios por la vieja órbita soviética como si aún viviera en la Guerra Fría. Fundó empresas, invirtió en telecomunicaciones exóticas, y, entre consejo y consejo, fue hilando una vida sentimental tan exuberante como su biografía financiera.

    Primero fue Concha Tallada, madre de sus tres primeros hijos y amiga del núcleo aznarista. Luego vino Adriana Abascal, reina de la beautiful people hispanoamericana, ex Miss México, musa de las revistas y pasarela viva en los eventos de sociedad. Con ella tuvo tres hijos más, y un matrimonio que parecía sacado de un catálogo de lujo: casas en Miami, fiestas en Saint-Tropez, puestas de sol privadas en yates anónimos. Pero la historia no terminó allí. Tras el naufragio con Adriana, llegó Vanessa von Zitzewitz, fotógrafa alemana, baronesa por herencia y testigo de otra trama: la de Corinna Larsen, esa esfinge rubia que sigue orbitando en la constelación del Emérito como un satélite desobediente.

    Juan Villalonga y Adriana Abascal

    Vanessa fue amiga íntima de Corinna. Tanto, que llegó a fotografiarla para la mítica portada de Hola donde la "entrañable amiga del rey" posaba entre cortinas pesadas y declaraciones incendiarias. Villalonga, que ya había sido señalado como cómplice y confidente de Corinna durante su etapa británica, apareció en las grabaciones del comisario Villarejo como un personaje secundario que sabía demasiado. "El rey me decía que Corinna lo tenía atado", confesó en una de esas conversaciones grabadas a la sombra, donde el poder pierde el maquillaje y se revela como un acto patético de supervivencia.

    Juan Villalonga y Vanessa von Zitzewitz

    Y cuando creíamos que su última gran escena había terminado, aparece Olga Suhodoliscaia, una exbailarina moldava titulada en Ucrania y experta en organizar eventos de lujo. Se conocieron en la investidura de Donald Trump, esa ópera bufa que tanto gusta a los exiliados del establishment europeo. Él, ya separado de Vanessa, la presentó en sociedad como su prometida en los salones republicanos de Washington. Ella, con un pasado entre yates y pasarelas flotantes, le devolvió a Villalonga el gusto por la escena.

    Olga Suhodoliscaia y Juan Villalonga

    Se parecen, dicen los amigos, Corinna y Olga. No solo en los rasgos, sino en el aura misteriosa que rodea a las mujeres que saben vivir en el filo de la alta sociedad sin cortarse. Olga ha estado casada con un italiano de nombre aristocrático y navega entre Mallorca, Mónaco y Estados Unidos como quien cambia de salones. Villalonga, por su parte, ha recalado en Washington, ahora como asesor en el entorno de Paul Manafort, el ideólogo oscuro de Trump. Allí, entre cenas discretas y reuniones donde se deciden cosas que nunca se dicen, el antiguo jefe de Telefónica intenta escribir su último acto. Tal vez una redención. Tal vez una huida hacia adelante.

    Juan Villalonga no es solo un personaje. Es un estilo. Una manera de entender el poder como territorio de caza mayor, donde la presa es siempre uno mismo. Un caballero con alma de broker, un exiliado voluntario de su propia gloria, un cortesano barroco que supo estar en todas las fotos importantes hasta que las cámaras lo olvidaron. Ahora, con Olga al brazo y el pasado a cuestas, quizá aspire a lo que pocos hombres de su mundo logran: desaparecer con elegancia.

    Pero en España, donde la memoria es un zoco y la prensa del corazón tiene mejor archivo que el BOE, siempre hay una portada reservada para el retorno de los viejos protagonistas. Porque Juan Villalonga, como todos los personajes vicentianos, no pertenece al olvido, sino a esa galería de sombras brillantes que siguen dictando el guion del poder desde el otro lado del espejo.