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Las pavorosas declaraciones del torero Morante de la Puebla: cuando la alternativa que se plantea es la muerte


    Informalia

    El mar de Nazaré ruge con una furia primitiva, como si estuviera lidiando con su propia tempestad. Morante de la Puebla se planta frente a las olas, sombrero calado, mirada perdida en el horizonte, las manos en los bolsillos de su chaqueta. Aquí, en la costa portuguesa donde las marejadas desafían a los surfistas más temerarios del mundo, el torero ha encontrado un refugio incierto. "Saudade", dicen los lusos, ese término inasible que resume la nostalgia de lo que se tuvo y la tristeza de lo que nunca se tendrá.

    Desde hace meses, Morante no es exactamente Morante. Es un hombre que ha visto disolverse su propio reflejo en el espejo, que ha olvidado sus propias hazañas, que siente su cuerpo como una marioneta sin hilos. Un diagnóstico clínico le puso nombre a su padecimiento: trastorno disociativo, un limbo mental donde el alma parece haberse ausentado del cuerpo. A eso se sumó la depresión, esa ciénaga que todo lo anega.

    "No podía seguir así. No tenía fuerzas ni para vestirme de torero. Solo lloraba, me pasaba los días llorando", dice en una entrevista que publica este domingo ABC, firmada por Jesús Bayort y Raúl Doblado.

    Las declaraciones del diestro suenan con voz grave y pausada. El oro de su traje de luces se había apagado en un rincón de su casa. Lo único que brillaba en su vida era la idea de desaparecer.

    Morante viajó a Portugal siguiendo la promesa de un tratamiento extremo: electroshocks. Como un boxeador grogui, se entregó a la anestesia general y dejó que las descargas eléctricas trataran de devolverle el equilibrio perdido. Cuando despertó, había olvidado parte de su pasado. Su memoria, como un traje hecho jirones, tenía agujeros en los lugares más inesperados. No recuerda, por ejemplo, la faena en la Maestranza que lo consagró, aquella en la que cortó un rabo, ese ritual casi mítico que solo unos pocos han alcanzado en la historia del toreo.

    "Tuve que pedir un vídeo, porque no me acordaba de nada", confiesa con la media sonrisa triste de quien no sabe si reírse de sí mismo o echarse a llorar.

    La vida de Morante ahora transcurre entre Lisboa y Marinha Grande, donde vive acogido por la familia de Pedro, su apoderado. Su rutina es la de un enfermo en rehabilitación: medicamentos controlados, paseos sin rumbo fijo, visitas a santuarios religiosos y largas conversaciones con un psiquiatra que lo escucha como si fuera un viejo confesor.

    En sus recorridos por la capital portuguesa, ha encontrado un inesperado compañero de sufrimiento: Fernando Pessoa. Descubrió su poesía en un café de Chiado, y desde entonces no ha dejado de leerlo. Pessoa hablaba de sus heterónimos, esas voces múltiples que habitaban su cabeza, y Morante encuentra en ello un paralelismo con su propia lucha: José Antonio es el hombre; Morante, la leyenda. ¿Y si fueran dos seres separados? ¿Y si el torero hubiera devorado al hombre?

    A veces, en sus noches más oscuras, se pregunta si Pessoa encontró alivio en la muerte. Él también ha pensado en ella muchas veces. Lo dice sin dramatismo, con la naturalidad de quien ha paseado por el borde del abismo.

    "Sí, he pensado en la muerte como un alivio", admite en la entrevista concedida al periódico de Vocento. "Pero no me lo puedo permitir. Tengo una familia, tengo una responsabilidad", añade.

    Morante sabe que el suicidio es una puerta que algunos cruzan, pero que a él no le está permitido. No mientras haya una sola posibilidad de volver al ruedo, de recuperar su esencia en la arena, de reconciliarse con ese toro que es su destino.

    Su cuerpo está débil, pero su alma torera sigue en pie. Ha firmado siete corridas entre Madrid y Sevilla. La sola idea de volver a vestirse de luces lo aterra tanto como lo excita.

    "Todo esto lo hago por el torero", dice, casi con desesperación. "Podría haber esperado más tiempo, pero no podía. Necesito volver".

    El toreo es su droga y su condena. Lo salvó del anonimato y le dio gloria, pero también lo ha llevado al límite de la locura. En su mejor momento artístico, cuando parecía que por fin dominaba los misterios de su arte, su mente le jugó la peor de las trampas.

    Los psiquiatras le han recomendado viajar para mantenerse ocupado. En los últimos meses ha recorrido media Europa. París, Múnich, Roma, Venecia, Atenas. Es un turista extraño, que entra a los museos buscando respuestas imposibles en las pinturas de Caravaggio y los bustos de mármol de los emperadores romanos. Sabe que su tiempo en los ruedos se acorta, que su cuerpo ya no responde como antes. El miedo no es a la muerte, sino a la decadencia.

    Su piel tiene cicatrices invisibles. Las cornadas que más duelen no son las que le ha dado el toro, sino las que le ha propinado su propia mente. Se aferra a la religión con la desesperación de quien busca una red de seguridad. En el santuario de Fátima se queda en silencio frente a la estatua de Juan Pablo II. Observa cómo los peregrinos cruzan de rodillas la explanada, y él mismo se siente como uno de ellos: un penitente que carga con su propia cruz.

    A pesar de todo, hay algo en Morante que sigue brillando. No es la fuerza física, no es la confianza, no es siquiera la certeza de que podrá volver a ser el mismo. Es la tozuda vocación de quien ha nacido para algo y no puede concebirse fuera de ello.

    Morante es el último torero romántico. El que en un mundo de estadísticas y números sigue apostando por el arte puro, por la inspiración, por la locura del instante perfecto. En Lisboa se toma un café junto a la estatua de Pessoa y murmura para sí mismo: "Supongo que a él también lo tomaron por un loco".

    Es un hombre que ha estado al borde del vacío, que ha sentido su identidad desvanecerse, que ha mirado a la muerte a los ojos. Pero que, contra todo pronóstico, ha decidido volver a vivir. La temporada se acerca. La plaza lo espera. El torero se pone en pie.