Gente

Taylor Swift, humillada y abucheada en presencia de su enemigo Trump: crónica de la Super Bowl más polemica

  • Coincidió con el presidente y con Ivanka en el partido entre Chiefs y Eagles en Nueva Orleans

Sara Tejada

La Super Bowl no es sólo un partido de fútbol americano, es el escaparate de un país, un espectáculo donde las luces y las sombras de la sociedad estadounidense se reflejan como en un espejo cóncavo. Este año, el Caesars Superdome de Nueva Orleans fue el escenario de un drama más allá del marcador, donde las disputas y los bandos de un país dividido se entrelazaron en una jornada inolvidable. Dos figuras destacaron por la intensidad de las emociones que despertaron: Taylor Swift, la reina del pop y la metáfora viviente del éxito, la vulnerabilidad y la confrontación cultural de estos tiempos; y el presidente Trump, enemigo declarado de la artista.

Swift no sólo estaba allí como espectadora. Había acudido a apoyar a su novio, Travis Kelce, estrella de los Kansas City Chiefs. Pero lo que prometía ser una tarde de amor y deporte se tornó en un campo minado de emociones y hostilidades. En un momento crucial del partido, las cámaras del estadio la enfocaron, proyectando su imagen en las pantallas gigantes del Superdome. Su sonrisa amable quedó congelada al escuchar los abucheos que comenzaron a brotar de una parte del público. Eran los seguidores de los Philadelphia Eagles, seguramente. Pero en el ruido había algo más que rivalidad deportiva: un reflejo del tribalismo que define hoy a Estados Unidos.

Para Swift, acostumbrada a los aplausos de estadios llenos y al fervor de sus seguidores, ese abucheo ha debido ser como una grieta que se abre bajo sus pies. Aun así, mantuvo la compostura, como si el escarnio no le tocara, esbozando una media sonrisa calculada, elegante y amarga. Esa sonrisa era un escudo. Una de esas sonrisas que uno aprende a perfeccionar tras años de vivir bajo la lupa pública, donde la fragilidad no está permitida.

Sin embargo, el contexto hacía todo más crudo. En un palco cercano, Donald Trump, el eterno adversario, presenciaba junto a su hija Ivanka el partido con una bufanda de los Chiefs alrededor del cuello. La imagen resultaba casi grotesca. Trump, el hombre que nunca ha ocultado su desprecio por Swift, había decidido apoyar al equipo de su novio, quizás como una jugada maquiavélica para incomodarla, o tal vez por simple coincidencia. De cualquier modo, la escena adquiría tintes surrealistas: el expresidente aplaudiendo cada jugada fallida de Mahomes y Kelce mientras Swift intentaba mantenerse al margen del desastre.

La noche no fue clemente con los Kansas City Chiefs. Lo que debía ser la consagración de Patrick Mahomes como el heredero de Tom Brady se transformó en un calvario. Los Eagles, liderados por Jalen Hurts, no se limitaron a ganar, sino que arrasaron, borrando del campo a sus oponentes con un marcador de 40-22 que será recordado como una de las humillaciones más rotundas en la historia de la NFL. Mahomes, habitualmente intocable, fue reducido a un pelele por la defensa de los Eagles, mientras en la grada Trump, con su aire de emperador romano caído en desgracia, observaba incrédulo cómo se desmoronaba su apuesta. Entre las jugadas fallidas y los abucheos, Taylor Swift parecía una figura atrapada en un cuadro de Hopper, iluminada por un foco cruel que no deja lugar a la fuga. Cada error de los Chiefs era un golpe más a su posición de musa inadvertida del equipo.

La actuación de Kendrick Lamar en el descanso, ¿contra Trump?

Por si fuera poco, la actuación de Kendrick Lamar en el descanso añadió una dosis de controversia. Su música, llena de mensajes crípticos y directos, parecía dirigirse tanto a Trump como a todo lo que él representa. Uno de los bailarines ondeó una bandera palestina, un gesto cargado de significado en una noche ya de por sí politizada. Mientras tanto, Swift seguía allí, en su asiento, con la misma sonrisa estoica que parecía tallada en mármol. La noche había dejado de ser sobre Travis Kelce o los Chiefs. Ahora todo giraba en torno a ella, a su capacidad para resistir el abucheo, el escrutinio y la sombra ominosa de un Trump que, con cada mirada desde el palco, parecía recordarle que los viejos fantasmas no desaparecen, sólo se transforman.

La Super Bowl es famosa por sus espectáculos de medio tiempo, esos momentos en los que la música y el deporte convergen para crear algo más grande que la suma de sus partes. Pero esta vez, el show de Kendrick Lamar fue casi un contrapunto irónico al desastre que se desarrollaba en el campo. Lamar, conocido por su habilidad para diseccionar las tensiones sociales de Estados Unidos, no desperdició la oportunidad de poner sal en las heridas. Su actuación fue como un golpe directo al trumpismo.

Desde su palco, Trump observaba la escena con el ceño fruncido, mientras su presencia en el estadio se convertía, inevitablemente, en un catalizador para todas las tensiones que bullían esa noche. No era sólo un expresidente asistiendo a un partido, era un símbolo viviente de la división. Y Swift, con su historial de enfrentamientos verbales con él, parecía atrapada en un teatro griego donde los dioses, caprichosos, jugaban con los destinos humanos.

Pese a todo, Taylor Swift no se permitió un momento de flaqueza. Había venido a apoyar a Travis Kelce, y lo hizo con la determinación de quien sabe que el amor y la lealtad son más importantes que los gritos de una multitud hostil. Su sonrisa, que a ratos parecía una máscara y otras veces una ventana a su resiliencia, se mantuvo inquebrantable. Era una lección silenciosa para quienes la observaban: incluso en el ojo del huracán, hay formas de mantenerse firme.

Sin embargo, la noche dejó cicatrices. El abucheo no fue sólo un acto de rechazo, sino una manifestación de algo más profundo: la lucha cultural que define la América de hoy. Swift, como figura pública y artista, encarna ciertos valores que irritan a un sector de la población. Su éxito, su independencia y su disposición para hablar abiertamente sobre política la han convertido en un blanco fácil. Pero esa noche en Nueva Orleans, mientras los Eagles celebraban y los Chiefs lamían sus heridas, Swift mostró que incluso en los momentos más duros, es posible mantener la dignidad.


Cuando el partido terminó y las multitudes comenzaron a abandonar el estadio, el eco de los abucheos seguía resonando en el aire. Trump, con la bufanda de los Chiefs desajustada y el rostro tenso, salió del palco sin hacer declaraciones. Había apostado por Mahomes y había perdido, como tantas otras veces en los últimos años. Para él, la derrota de los Chiefs fue casi una metáfora de su propio declive. Taylor Swift, en cambio, abandonó el estadio de manera discreta, pero con la cabeza alta. La noche no había sido amable con ella, pero había sobrevivido.

Al fin y al cabo, si algo ha demostrado a lo largo de su carrera, es que sabe convertir las adversidades en arte. Quizás, en algún momento, esta noche se transforme en una canción, una de esas baladas desgarradoras que sólo ella puede componer, donde el dolor se convierte en belleza y los abucheos en aplausos silenciosos. El Superdome se vació, pero las historias que se tejieron en su interior seguirán resonando durante mucho tiempo. Porque la Super Bowl no es sólo un partido. Es un espejo donde un país se observa, se celebra y se confronta. Y esa noche, en Nueva Orleans, fue Taylor Swift quien, aunque humillada, terminó por convertirse en el símbolo involuntario de una batalla mucho más grande.


El Super Bowl LIX, celebrado en el Caesars Superdome de Nueva Orleans, no fue simplemente un evento deportivo. Fue un espectáculo que, como un buen cóctel americano, mezcló política, cultura pop, drama, y fútbol americano a partes iguales, dejando a todos los presentes, desde el magnate Donald Trump hasta la artista Taylor Swift, con una historia que contar. Fue una crónica de victorias y humillaciones, de héroes caídos y reivindicaciones políticas, todo ello empaquetado en una noche que será recordada tanto por lo que ocurrió dentro del campo como fuera de él.

La declarada simpatía de Trump por Brittany Mahomes, esposa del jugador, y republicana declarada

La noche comenzó con la certeza de que Patrick Mahomes, el quarterback estrella de los Kansas City Chiefs, sería el protagonista de la jornada. Donald Trump, con su habitual fanfarronería, había llegado al Super Bowl respaldando abiertamente al joven prodigio, mostrando incluso su simpatía por Brittany Mahomes, esposa del jugador, y declarada seguidora republicana. "Patrick es el futuro, no solo de la NFL, sino de América", había proclamado el expresidente en una entrevista previa.

Sin embargo, la realidad del partido sería una cruel ironía para su candidato. Los Philadelphia Eagles, liderados por un inquebrantable Jalen Hurts, destrozaron a los Chiefs con un marcador final de 40-22, maquillado apenas por los esfuerzos tardíos de Mahomes. Pero para cuando Kansas City cruzó el mediocampo, ya habían pasado tres cuartos del partido, y el marcador iba 34-0. Fue una demostración de superioridad que se vivió con una mezcla de asombro y crueldad.

Cuando Kendrick Lamar salió al escenario en el show del intermedio, el partido ya estaba decidido. No era el mejor momento para competir con Beyoncé, quien había deslumbrado en la jornada navideña de la NFL, pero Lamar aprovechó el escenario con un espectáculo cargado de mensajes sociales y políticas veladas. Lo acompañaron figuras como Serena Williams y Samuel L. Jackson, este último haciendo de maestro de ceremonias ataviado como una versión moderna del Tío Sam. Entre las luces y la música, un bailarín ondeó una bandera palestina, evadiendo a los guardias de seguridad con una agilidad que más de un jugador en el campo habría envidiado. Desde el palco, Trump observaba el espectáculo con una mezcla de incredulidad y desdén. No era su mundo, ni su mensaje, ni su gente. Kendrick Lamar parecía disfrutar el contraste, cerrando su actuación con "Not Like Us" en un golpe directo al orgullo de la América más conservadora. Fue un descanso que más que unir, dividió aún más a los espectadores.


Desde Jay-Z hasta Paul McCartney, pasando por Kevin Costner y Adam Sandler

Mientras tanto, las cámaras del estadio se entretenían enfocando a las grandes personalidades en el público. Desde Jay-Z hasta Paul McCartney, pasando por Kevin Costner y Adam Sandler, no faltaron las celebridades que captaron la atención de los asistentes. Sin embargo, fue Taylor Swift quien acaparó titulares por motivos menos glamorosos. Relacionada sentimentalmente con Travis Kelce, la estrella de los Chiefs, Swift fue recibida con una ensordecedora mezcla de abucheos y aplausos, especialmente desde el sector de los Eagles. La cantante, acostumbrada a lidiar con polémicas, respondió con una leve sonrisa, pero la incomodidad era evidente. Entre el público también se encontraban figuras muy conocidas de nuestro fútbol: Lionel Messi, Antoine Griezmann y Sergio Busquets disfrutaron del espectáculo desde sus asientos VIP. Messi, con su habitual discreción, fue celebrado por la NFL en redes sociales como el campeón del mundo que es. Griezmann, por su parte, lució orgulloso una camiseta de Mahomes, mientras que Koke, su compañero en el Atlético de Madrid, prefirió apostar por los Eagles.

La noche no estuvo exenta de tintes políticos, comenzando por la controversial presencia de Trump. Su entrada al estadio, entre vítores y aplausos, dejó claro que seguía siendo una figura polarizadora. Sin embargo, su apoyo abierto a los Chiefs y su quarterback no hizo más que añadir sal a la herida cuando Philadelphia dejó a Mahomes humillado en el campo. Trump había apostado a un caballo ganador y terminó presenciando una derrota histórica. Antes del partido, la interpretación de Lift Every Voice and Sing, conocido como el "Himno Nacional Negro", generó tensiones visibles. Aunque se ha interpretado en varias Super Bowls, su simbolismo chocaba con la presencia de Trump, cuya administración había desmantelado muchas políticas de diversidad e inclusión. La elección de incluir este himno, en el 125 aniversario de su composición, fue un gesto significativo que no pasó desapercibido para nadie. La Super Bowl LIX terminó como comenzó: siendo una lección magistral de los Philadelphia Eagles. pero sobre todo siendo un escenario visible, un escaparate colosal de las dos américas, de los dos mundos.

La Super Bowl LIX no se limitó al espectáculo deportivo. En los prolegómenos del partido, se rindió un emotivo homenaje a las víctimas del atentado terrorista de Nueva Orleans ocurrido el 1 de enero, así como a los afectados por incendios en California y el huracán Helene. Lady Gaga, vestida de blanco y rodeada de bomberos y policías, interpretó Hold My Hand, arrancando lágrimas entre el público. Fue un recordatorio de que el deporte, como la vida, está cargado de simbolismos. En una noche en que la política, la música y el espectáculo se entrelazaron, el Super Bowl LIX ofreció mucho más que un simple partido de fútbol americano. Fue un espejo de la América moderna: dividida, intensa y llena de historias por contar.