Richard Gere regala seis minutos y 23 segundos de esperanza en su discurso tras recibir el Goya: "Vengo de un lugar oscuro"
- "Alejandra Silva, esa hermosa mujer de Galicia que lleva conmigo once años: ella debería recibir un premio", ha afirmado el ganador del Goya Internacional
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Lucas del Barco
En el escenario de los Premios Goya, bajo las luces que barnizan de dorado los rostros de actores, actrices, directores y técnicos, Richard Gere se levantó como quien carga con un peso que no busca ocultar. Sus primeros pasos hacia el micrófono parecían los de alguien que entiende que el éxito es, al final, una forma sutil de soledad. La ovación le envolvía, pero él, con ese aire que tienen los hombres que han cruzado demasiadas fronteras del alma, agradeció sin aspavientos, como si quisiera que cada palabra suya fuera una ofrenda mínima a un público que no necesita fuegos artificiales, sino verdad.
"¿Está funcionando?", preguntó con una sonrisa que desarmó a todos los presentes para comprobar si se le escuchaba. Richard Gere, eterno galán de mirada serena, convirtió desde el principio su discurso en una conversación íntima con cada persona allí presente y los millones de espectadores en la distancia.
Agradeció a Antonio Banderas que le entregara el galardón, y actuara como su anfitrión en la velada, y añadió, con un toque de humor que arrancó risas sinceras: "Antonio se ha engañado con esta gran responsabilidad de decir cosas agradables sobre mí. Lo ha hecho tres veces en los últimos seis meses". Con estas palabras, el actor logró tender un puente de complicidad con el público, como si estuviera sentado a la mesa con cada uno de ellos, entre copas de vino y confesiones compartidas.
El discurso avanzaba sin prisa, con esa cadencia reflexiva de quien ha aprendido a valorar el tiempo. Gere reconoció que recibir un premio honorífico puede parecer un gesto prematuro, pero lo aceptaba con gratitud. Hizo una pausa, miró el salón y dijo: "Este es mi nuevo hogar ahora". Aquellas palabras resonaron con un eco particular. España, esa tierra que no olvida a quienes la abrazan con el corazón, lo había acogido como uno más. Quizá el secreto de esa conexión radicaba en su mujer, Alejandra Silva, "esa hermosa mujer de Galicia" que, según él, era la verdadera razón de su premio. "Lleva conmigo once años. Ella debería recibir un premio", confesó entre risas, provocando un aplauso cálido y cómplice.
Pero Gere no se quedó en los terrenos de la gratitud convencional. Pronto se adentró en un tema que parecía latir con fuerza en su interior: el amor por los actores. Los definió como "locos completamente", aunque lo dijo con una ternura evidente. Según él, esa locura es lo que permite a los actores mantenerse como niños, capaces de jugar y explorar en un mundo que a menudo olvida la importancia de los cuentos. Citó una frase judía que siempre le había inspirado: "Dios creó al hombre porque ama las historias". Y, con esa frase, conectó el arte del cine con el sentido de la vida.
Richard Gere habló entonces del poder del cine para capturar en dos horas aquello que la eternidad desborda. Las historias que los actores y los equipos técnicos construyen, dijo, no son simples espejismos, sino mapas emocionales que conectan a millones de almas. A medida que describía cómo cientos de personas trabajan juntas para crear una película, su voz adquirió un tono reverencial. Parecía estar agradeciendo, no solo por su premio, sino también por el milagro cotidiano de contar historias que trascienden el tiempo y el espacio.
Sin embargo, el tono del discurso cambió cuando Gere miró más allá de las luces del escenario. Sus palabras se volvieron un tanto sombrías, aunque no por ello menos necesarias. Habló de un "lugar muy oscuro" en el que sentía que estaba sumido su país, Estados Unidos, y, en general, el mundo entero. Criticó a Trump, al que calificó de "matón" y a otros líderes el autoritarismo que se extiende como una sombra sobre las democracias, un fenómeno que, según él, no respeta fronteras. Su mención al presidente de su país, a quien describió como un abogado y un tonto, arrancó una mezcla de risas incómodas y murmullos. Pero Gere no buscaba la confrontación superficial; su discurso era más profundo. Hablaba de cómo el tribalismo, esa enfermedad que nos separa de los demás, estaba socavando la esencia de nuestra humanidad.
?? Richard Gere, claro y contundente en los #Goya2025 ante el avance de la extrema derecha.
— Nenedenadie (@nenedenadie) February 8, 2025
?"Vengo de América, que está en un lugar muy oscuro, donde un matón es el presidente (…). Tenemos que estar alerta, tenemos que estar energéticos y tenemos que ser valientes."
Muy… pic.twitter.com/YFLsCroow3
En ese momento, el público dejó de ver al actor. Frente a ellos estaba un hombre que, a través de las palabras, trataba de tejer puentes entre los corazones. Gere relató cómo había leído recientemente una carta en The New York Times, escrita por un hombre en Hungría que describía con dolor cómo el autoritarismo avanzaba sin resistencia. Esa anécdota sirvió como un llamado a la acción: "Tenemos que ser vigilantes, alertas, valientes, energéticos", proclamó con una firmeza que contrastaba con la serenidad de su voz. La sala, en silencio absoluto, se convirtió en un espacio donde cada palabra suya parecía pesar el doble.
El clímax de su discurso llegó cuando Gere, en medio de la oscuridad que describía, ofreció una luz. Habló de la necesidad de volver a los valores básicos: la amabilidad, el amor, la honestidad. Según él, estas virtudes no son gestos grandilocuentes, sino pequeños actos cotidianos que, en su sencillez, tienen el poder de transformar vidas. "Hay un lugar en todas nuestras vidas para la amabilidad básica", afirmó, y al hacerlo, parecía estar entregando al público un mensaje que iba más allá de la pantalla grande. No era solo una reflexión; era una súplica, un recordatorio de que cada uno de nosotros tiene un papel que jugar en la construcción de un mundo más humano.
Para cerrar, Gere habló del poder del silencio, un silencio meditativo que, según él, nos permite escuchar al universo, a Dios, o simplemente a esa verdad que habita en lo más profundo de cada corazón. "Tal vez podamos todos hacer un poco más de escuchar para realmente comportarnos como hermanos y hermanas en este planeta", dijo, y al hacerlo, convirtió su despedida en un acto de fe. No una fe religiosa, sino una fe en la capacidad del ser humano para reconectarse con lo esencial.
El aplauso que siguió a sus últimas palabras no fue solo para el actor, sino para el hombre que, en seis minutos y 23 segundos, había logrado transmitir un mensaje de paz y amor en un mundo que tanto los necesita. Aquel discurso, más que un agradecimiento, fue un regalo. Richard Gere había llegado al escenario como una estrella de cine, pero lo abandonó como un mensajero de esperanza.