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Muere a los 87 años Ruphert, el alquimista del cabello: adiós al peluquero de las famosas
- El estilista ha sido enterrado este domingo en Tomelloso, su localidad natal
Informalia
Alguien dijo alguna vez que la verdadera aristocracia de un país no se mide en sus títulos nobiliarios, sino en la manera en que sus ciudadanos dejan una huella imborrable en el alma de su tiempo. Y si de huellas imborrables hablamos, pocos nombres resplandecen con el fulgor de Ruphert, el hechicero del cabello, el visionario que entendió que un corte de pelo no era solo un ritual de belleza, sino un acto de poder, de transformación y de destino.
Este sábado, 1 de febrero, la brisa mediterránea de Valencia se llevó consigo la última exhalación de un hombre que había nacido para convertir el arte de la peluquería en un espectáculo de magia pura. Ruphert, aquel nombre que alguna vez fue invocado con la devoción con la que se llama a un oráculo —"Ruphert, te necesito"—, se apagó dejando tras de sí una estela de glamour, provocación y genialidad que no conoce el olvido.
Su historia es la de un autodidacta irredento, un alma desafiante que se negó a ser lo que la grisura de su tiempo había dispuesto para él. Porque Ruphert no fue un simple peluquero, sino el demiurgo de una época en la que la belleza comenzó a ser un manifiesto de libertad.
De Tomelloso al Olimpo de la peluquería
Era todavía un niño cuando la llanura infinita de Tomelloso comenzó a resultarle insufrible. El pequeño Ruphert, con apenas catorce años, miró la línea del horizonte y comprendió que su vida estaba más allá de aquellos campos de viñedos y casas encaladas, más allá de la rutina de quienes se resignan a la quietud de lo establecido.
Con el coraje de los que no tienen más capital que su talento, se marchó a Madrid. Allí, entre los espejos de la peluquería de Di Stefano, aprendió los secretos del oficio, pero, sobre todo, entendió que la verdadera destreza de un peluquero no radica solo en las tijeras ni en los pinceles de tinte, sino en la capacidad de leer el alma de quien se sienta en el sillón, en el don para transformar miedos en audacia, inseguridades en esplendor.
Los dioses del espectáculo, que nunca son indiferentes ante la grandeza, no tardaron en rendirse a su encanto. Lola Flores, la indómita faraona, le confió su melena como quien pone su destino en manos de un profeta. Rocío Jurado dejó que sus rizos pasaran por la alquimia de sus dedos. Y la realeza de la belleza, esa que no se mide en sangre azul, sino en carisma y magnetismo, comenzó a desfilar por su salón.
El genio que domesticó la irreverencia
Si un peluquero tradicional se conforma con seguir tendencias, un visionario las crea. Y Ruphert fue el arquitecto de una de las revoluciones capilares más emblemáticas de los ochenta: el "pelo frito". Aquellas ondas en zigzag que parecían capturar la electricidad de una época convulsa y desafiante fueron su obra maestra. Las estrellas de la televisión, las cantantes que llenaban estadios y las mujeres que comprendieron que un buen peinado podía ser un grito de independencia se entregaron a su arte.
Pero su revolución no terminó ahí. En un país donde aún se levantaban cejas ante cualquier gesto de modernidad, Ruphert rompió con una de las normas más sagradas del gremio: la segregación de sexos en los salones de belleza. Con un descaro que solo tienen los pioneros, convirtió su peluquería en la primera unisex de España, un templo donde hombres y mujeres, sin distinción de género, acudían en busca de la metamorfosis que solo él podía brindarles.
No fue solo un peluquero de artistas. Entre sus clientes se contaban políticos y militares de la más alta esfera, aunque muchos de ellos preferían que su paso por su salón quedara en la penumbra de la confidencialidad. "Franco decía: 'Me gusta ver cómo este joven corta el pelo'", llegó a recordar alguna vez, sin ocultar la ironía de haber pasado las tijeras por las sienes de quienes dictaban el destino de un país.
Grace Kelly y el arte de peinar a la realeza
El prestigio de Ruphert no tardó en cruzar fronteras. En su silla se sentaron las diosas del celuloide, las princesas de la aristocracia y las musas que no necesitaban más título que el de su propio esplendor. Grace Kelly, la mismísima encarnación de la elegancia, confió en sus manos para esculpir su melena con la delicadeza de un escultor renacentista. Carolina de Mónaco, Carmen Sevilla, Sara Montiel, Ana Belén, Naty Abascal, Marisol, Carmen Ordóñez… todas, sin excepción, pasaron por el embrujo de su destreza.
Pero Ruphert no era un hombre de silencios diplomáticos ni de adulaciones vacías. Su lengua, afilada como sus tijeras, podía elevar a alguien al Olimpo o desterrarlo a los abismos. A Carmen Ordóñez, en un arrebato televisado que aún resuena en la memoria colectiva, le espetó: "Eres muy borde y me has decepcionado mucho. Pensaba que eras una tía divina y fantástica. Pero en este país se crean estrellas de la nada. A partir de ahora, te va a ir muy mal".
No era un simple peluquero: era un oráculo, un personaje de tragedia griega que, con su don para la profecía y su fe en lo oculto, se convertía en el destino mismo de aquellos que osaban desafiar su criterio.
Espiritista, astrólogo y mago del cabello
Aquel que haya entrado alguna vez en su salón, aquel que haya sentido la mirada de Ruphert evaluando la forma de su rostro como un escultor que calcula el mármol antes del primer golpe de cincel, sabrá que allí dentro no se respiraba solo laca y perfume. Había algo más, una vibración telúrica, un aire de conjuro.
Porque Ruphert no solo creía en la belleza; creía en la energía, en los astros, en la santería. Su peluquería estaba poblada de imágenes religiosas, de fetiches traídos de sus viajes, de símbolos que solo él comprendía del todo. "Soy muy espiritista, soy astrólogo. Creo en Dios y en los santos. Tengo una energía muy positiva", solía decir con la certeza de quien no necesita explicaciones.
Como todo genio, como todo ser dotado de una luz propia, su historia se fue apagando con el paso de los años. Su retiro no fue un exilio amargo, sino el acto final de quien sabe que ha cumplido su misión en la tierra. Gabriel Llano, su amigo y heredero en el arte de la peluquería, quedó a cargo del legado que él construyó con tijeras, fe y temperamento.
Este domingo, 2 de febrero, en el Cementerio Municipal de Tomelloso, se ha escrito el último capítulo de su leyenda. Allí, entre la brisa de su tierra natal, entre la memoria de las mujeres de su familia que tanto influyeron en su carácter, descansa ahora el hombre que convirtió el cabello en un acto de alquimia.
Los espejos de su peluquería han quedado huérfanos de su reflejo. Pero hay nombres que no se pronuncian con nostalgia, sino con la certeza de que nunca podrán morir del todo. Porque mientras exista alguien que se mire al espejo buscando en su cabello la promesa de una nueva identidad, Ruphert seguirá allí, en cada mechón que cae al suelo, en cada onda que desafía la gravedad, en cada mirada que se reconoce distinta después de pasar por las manos de un verdadero maestro.
Descansa en paz, querido Ruphert. Tu magia no se apaga.