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Filiberto de Saboya comparece en el réquiem en memoria de su padre sin Adriana Abascal
- La misa se celebró este sábado por la tarde en la Basílica de Superga, en Turín
- Adriana Abascal y Manuel Filiberto de Saboya, muy acaramelados en Sevilla: el nuevo romance de la 'jet-set'
Informalia
En la colina de Superga, donde los vientos fríos de Turín tallan los cipreses con la precisión de un escultor maniático, la dinastía de los Saboya interpreta aún en este siglo su partitura barroca, llena de contrapuntos y silencios incómodos.
Este sábado, en la basílica que guarda los huesos ilustres de su estirpe, ha tenido lugar la misa por el primer aniversario de la muerte de Víctor Manuel de Saboya, el último pretendiente al trono de Italia, un rey sin reino que navegó las aguas del exilio con la misma pericia con la que otros manejan un timón roto.
Marina Doria, su viuda, llegó envuelta en un abrigo de lana oscuro, la melancolía apenas visible detrás de unas gafas ahumadas. En su mano, un ramo de rosas blancas, la ofrenda mínima que exige el guion de la historia cuando se pertenece a una casa que, con el tiempo, ha pasado de las glorias militares a los tabloides del corazón. A su lado, Manuel Filiberto de Saboya, el hijo que aún sostiene en sus manos el cetro de una monarquía evaporada, aunque su verdadero dominio parece estar en la fortuna que atesora el empresario, en la prensa del espectáculo y en el ir y venir de romances que sugieren que el linaje pesa menos que la frivolidad bien administrada.
Porque en esta misa no solo se recordaba a un hombre que nació con sangre de rey y un trono que le fue negado, sino que también se representaba el último acto de una comedia de equivocaciones. Tras la muerte de su padre, Manuel Filiberto anunció con solemnidad la cesión de los derechos dinásticos a su hija, Vittoria, una joven de 20 años que, según la lógica del árbol genealógico, habría sido la esperanza de la continuidad. Pero luego se arrepintió, retractándose con la misma facilidad con la que otros cambian de corbata.
La tradición pesó más que la modernidad y el jefe de la Casa de Saboya sigue siendo él, un príncipe que ha cambiado los palacios por las páginas de papel cuché y los actos de Estado por los eventos patrocinados.
La misa fue sobria, como corresponde a una familia que lleva siglos arrastrando el peso de su historia. Pero más allá de la liturgia, el foco se desplazó inevitablemente hacia un detalle que añadía un poco más de sal a este plato ya suficientemente condimentado: la ausencia de Adriana Abascal. No hemos visto por Turín a la ex esposa de Juan Villalonga y, antes, la mujer que compartió el lecho y los secretos con Emilio Azcárraga Milmo, el Tigre, dueño y señor de Televisa. Un linaje empresarial que, aunque ajeno a la realeza europea, tiene el aroma del poder y la influencia que tanto fascina a ciertos príncipes sin trono.
El romance entre el jefe de la Casa de Saboya y la miss mexicana ha sido la comidilla de las últimas semanas. Adriana Abascal, con su belleza medida al milímetro y su capacidad innata para moverse entre las altas esferas, es el último capítulo de una vida en la que el linaje pesa menos que la habilidad de mantenerse en el centro del escenario. Porque Manuel Filiberto es, antes que nada, un hombre que ha entendido que en el siglo XXI la realeza no se sustenta solo en títulos, sino en relevancia mediática.
En este funeral de primera plana, la presencia de Abascal hubiera marcado su debut oficial en la corte paralela que Manuel Filiberto ha ido construyendo con paciencia. No se trata ya de la nobleza de sangre, sino de la aristocracia de los reflectores, donde los linajes se mezclan con el negocio del entretenimiento y el poder es un capital que se mide en trending topics.
Las piedras de la basílica de Superga han visto pasar a generaciones de Saboya con la misma indiferencia con la que los siglos observan las ilusiones humanas. Allí descansan los restos de Víctor Manuel II, el primer rey de Italia, de Humberto I, asesinado en Monza, y de Carlos Alberto, el monarca que abdicó y murió en el exilio. Entre esas tumbas, el eco de los pasos de Manuel Filiberto y su nueva compañera resonaba con una cadencia extraña, la de quienes saben que el peso de la historia no es más que una escenografía bien montada.
Porque, a fin de cuentas, ¿qué queda hoy de la Casa de Saboya más allá de una fortuna y las crónicas de sociedad? Un nombre, un escudo de armas y una sucesión de títulos que han sido reducidos a anécdotas. La realeza, en su sentido más puro, es una cuestión de poder real, y el poder (como dinastía reinante) de los Saboya se esfumó hace tiempo. Lo que queda es una versión posmoderna de la nobleza, donde los patrimonios y los matrimonios ya no son pactos entre dinastías sino alianzas estratégicas o simplemente muestras de amor a las que sucumben como la plebe.
Víctor Manuel de Saboya, el hombre al que hoy se homenajea, vivió entre el exilio y la esperanza de una restauración imposible. Su vida estuvo marcada por episodios oscuros, desde acusaciones judiciales hasta exabruptos políticos que lo alejaron aún más de cualquier posibilidad de recuperar la corona. Ahora descansa en Superga, bajo el mismo mármol que cubre a sus antepasados, mientras su hijo camina sobre la cuerda floja entre la aristocracia de sangre y la farándula internacional.
Y así, con la misa concluida y los flashes apagándose poco a poco, la dinastía de los Saboya sigue su curso, más cerca de la crónica rosa gracias a un sonado romance. En las estanterías quedan los libros de historia.
En la colina de Superga, el viento sigue soplando sobre las tumbas, indiferente a los vaivenes de una familia que alguna vez soñó con gobernar un país y que hoy se conforma con gobernar titulares. Acompañamos en el sentimiento a toda la familia y a su viuda, la esquiadora Suiza que estuvo casada 53 años con Su Alteza.