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La grotesca tragicomedia de Daniel Sancho: un crimen perfecto en Tailandia


Informalia

Si alguna vez quisimos encontrar una demostración viviente de esa vieja máxima que asegura que la realidad supera a la ficción, el caso de Daniel Sancho nos la ofrece en bandeja. Un joven cuyo principal mérito en la vida fue nacer bajo el amparo de un apellido célebre; un país, Tailandia, con todo el exotismo y la crudeza necesaria para convertirse en el decorado de una tragedia; y un crimen tan torpe y chapucero que, lejos de encajar en los manuales de misterio, se parece más a un sainete de enredos sangrientos.

En las primeras páginas de Muerte en Tailandia, Joaquín Campos, periodista y escritor, disecciona con precisión quirúrgica el universo moral de Daniel Sancho. A través de la figura del hijo del actor Rodolfo Sancho, el autor no solo reconstruye los pormenores de un asesinato, sino que también traza un retrato sociológico de una España que, bajo su barniz de modernidad, sigue celebrando los linchamientos públicos con la misma ferocidad que en tiempos de la Inquisición.

Una crónica de la estupidez

Daniel Sancho no era un chef, aunque la prensa se obstinara en adjudicarle ese título como si se tratara de un salvoconducto para la respetabilidad. Había hecho un par de cursos de cocina en escuelas privadas y poco más; jamás trabajó en un restaurante ni cotizó a la Seguridad Social. Lo suyo era la vida fácil, sostenida por una red de privilegios que lo alejaron de cualquier atisbo de realidad.

Y fue precisamente esa desconexión con la realidad lo que lo llevó a concebir un plan criminal tan disparatado como cruel. El asesinato y posterior descuartizamiento de Edwin Arrieta no responden a una estrategia elaborada, sino a un cóctel de impulsos primarios, torpeza y, sobre todo, una confianza ciega en su propia impunidad. ¿Qué otra cosa puede explicar que, después de cometer el crimen, Sancho decidiera ir a la playa, hacerse un masaje, jugar a las palas y hasta disfrutar de unos cócteles con chicas que había conocido en Tinder?

El relato que Campos ofrece en su libro no se detiene en las obviedades. No se limita a señalar la brutalidad de los hechos, sino que también reflexiona sobre la osadía de la estupidez. Porque, al final, lo que convierte a este caso en una tragicomedia no es solo el horror del crimen, sino la ineptitud manifiesta de quien lo perpetra.

Un escenario ideal para el horror

Tailandia, con su exotismo de postal y sus contradicciones profundas, se convierte en un personaje más de esta historia. Un país que combina playas paradisíacas con cárceles insalubres, y cuya legislación, implacable en su aplicación de la pena de muerte, contrasta con un sistema judicial donde la corrupción es un secreto a voces.

Sancho, en su delirio, eligió este escenario como si estuviera rodando un thriller de serie B. Cometió el crimen con tal despreocupación que ni siquiera se molestó en ocultar las pruebas de forma eficaz. Compró los cuchillos y las bolsas de plástico en una tienda local, dejó rastros por doquier y, para colmo, tuvo el descaro de denunciar la desaparición de su víctima en comisaría.

Es aquí donde Campos introduce una de las reflexiones más inquietantes del libro: ¿qué habría ocurrido si Sancho hubiera sido un poco más astuto? Si en lugar de quedarse en la isla hubiera tomado un vuelo a España, hoy probablemente estaría sentado en algún plató de televisión, ofreciendo entrevistas y vendiendo su versión de los hechos. Porque, como bien apunta el autor, España nunca lo habría extraditado a un país con pena de muerte.

Un crimen que desafía la lógica

Pero lo que más desconcierta de esta historia es la rapidez y la frialdad con la que Sancho actuó. Según las reconstrucciones del caso, el joven descuartizó el cuerpo de Arrieta con una pericia que resulta chocante en alguien que, al menos oficialmente, nunca había cometido un crimen similar. Campos recoge en su libro las declaraciones de un policía y un excombatiente de guerra, quienes coinciden en señalar que las acciones de Sancho no son propias de un novato.

El relato de los hechos no puede ser más perturbador. Después de cometer el asesinato, Sancho utilizó agua caliente para evitar que la sangre se coagulara, se duchó en el mismo lugar del crimen y, como si nada, se fue a dormir en una habitación que todavía apestaba a sangre. La frialdad con la que ejecutó estas acciones sugiere que no estamos ante un simple arrebato, sino ante una mentalidad capaz de deshumanizar a su víctima hasta límites escalofriantes.

El circo mediático

El crimen de Daniel Sancho no tardó en convertirse en un fenómeno mediático. Los detalles escabrosos del caso, sumados al pedigrí familiar del acusado, hicieron de esta historia un festín para los programas de televisión y los tabloides. Pero lo que en un principio parecía ser un simple ejercicio de morbo pronto se transformó en un linchamiento público.

Campos, con su pluma afilada, no escatima críticas hacia este circo mediático. Denuncia cómo los medios de comunicación, ávidos de audiencia, construyeron una narrativa simplista en la que Sancho era el villano absoluto y Arrieta la víctima perfecta. Sin embargo, el autor también señala las contradicciones y las sombras que rodean a este último, sugiriendo que su fortuna y sus negocios podrían no ser tan transparentes como se ha querido mostrar.

Es precisamente esta actitud crítica y equilibrada lo que diferencia a Muerte en Tailandia de otros relatos sobre el caso. Campos no se contenta con repetir los lugares comunes del discurso mediático; en cambio, se adentra en las zonas grises, cuestionando tanto al acusado como a la víctima y exponiendo las miserias de un sistema judicial que, lejos de buscar justicia, parece estar más interesado en salvar las apariencias.

La moralidad en tiempos de espectáculo

Al final, el caso de Daniel Sancho no es solo una crónica negra, sino también un espejo en el que se reflejan las perversiones de nuestra sociedad. Una sociedad que convierte el dolor ajeno en entretenimiento, que celebra los linchamientos públicos con la misma pasión con la que antaño se aplaudían las ejecuciones en la plaza mayor, y que, en su afán por juzgar, olvida que la justicia no puede ni debe ser un espectáculo.

En este sentido, Muerte en Tailandia no es solo un libro sobre un crimen, sino también una reflexión sobre el estado de nuestra cultura. Una cultura que, como señala Campos, ha perdido la capacidad de distinguir entre lo que es justo y lo que es simplemente morboso.

Daniel Sancho pasará el resto de sus días en una prisión tailandesa, o eso parece. Pero el verdadero juicio no se celebrará entre los muros de una cárcel, sino en el tribunal de la opinión pública. Y, como siempre ocurre en estos casos, ese tribunal será tanto o más cruel que cualquier sistema judicial. Porque, al final, lo que define a nuestra época no es la búsqueda de la verdad, sino la voracidad con la que consumimos historias, sin importar el daño que puedan causar.

En el caso de Daniel Sancho, esa voracidad ha convertido un crimen atroz en un espectáculo grotesco, y a sus protagonistas en meras caricaturas. Y mientras tanto, la justicia, que debería ser ciega, se queda a un lado, impotente, contemplando cómo la realidad se convierte en un espectáculo absurdo.