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Millán Salcedo: "Yo soy maricón, lo de homosexual es una mariconada"

  • El humorista triunfó durante dos décadas con Josema Yuste en el dúo 'Martes y Trece'
  • El manchego se reinventa a los 69 años y vuelve a los escenarios

Informalia

Hubo un tiempo en España en que las noches de Fin de Año no comenzaban cuando se descorchaba el champán, sino cuando Martes y Trece aparecía en la televisión. Era una cita litúrgica, una especie de misa profana que Millán Salcedo y Josema Yuste oficiaban con su humor histriónico, absurdo y profundamente popular en esos años ochenta y noventa, cuando la televisión todavía tenía el poder de detener el país en un solo canal y los sketches de estos cómicos se convertían en mantras compartidos. Una palabra, un gesto, una mueca bastaban para provocar una carcajada colectiva que reverberaba desde los salones de las casas hasta las calles vacías de las ciudades al día siguiente.

La televisión en blanco y negro había quedado atrás, pero el color no era suficiente para llenar el vacío de un país que aún buscaba su identidad entre la modernidad y los ecos de una dictadura reciente. Fue ahí donde Martes y Trece construyó su reino. No necesitaban decorados lujosos ni argumentos elaborados: un micrófono, una peluca y la vis cómica de Millán y su socio bastaban para convertir cualquier situación en una parodia inolvidable. Entre todos los episodios icónicos, el sketch de Encarna y las empanadillas se erigió como el epítome del humor de aquella época. Millones de personas, desde la más alta aristocracia hasta los trabajadores del taller mecánico, podían repetirlo de memoria. La risa era un idioma común.

El país detenido por la risa

En la España de entonces, aún marcada por el eco de la Movida y el deseo de ser moderna, la risa se convirtió en un mecanismo de sanación. Martes y Trece ofrecía justo eso: una válvula de escape que unía al país en la carcajada. Años después, Millán reflexiona sobre aquel tiempo con la ironía que lo caracteriza. "La química se fue al garete", dice; pero en el escenario eran una fuerza imparable.

La paradoja estaba en la incompatibilidad de dos hombres que lograban, juntos, la magia que en solitario no era posible replicar. La fama, las tensiones y el desgaste personal terminaron por diluir la sociedad, pero no el recuerdo. A medida que los años pasaron y las retransmisiones de aquellos especiales se convirtieron en una tradición navideña, el país siguió recordando cómo, durante unas horas, Millán y Josema hacían que el tiempo se detuviera.

La nostalgia del humor que marcó una época

Hablar de Martes y Trece no es solo evocar el pasado. Es un ejercicio de memoria emocional, un puente hacia un tiempo en el que el humor tenía una función casi medicinal. Lo que ofrecían no era únicamente risa: era complicidad. El espectador se sentía parte de un juego en el que las normas eran claras: todo podía ser objeto de parodia, pero nunca desde el odio, sino desde la ternura que se esconde en las cosas cotidianas.

Millán, con su histrionismo único, encarnó un abanico infinito de personajes: desde presentadoras de radio exageradas hasta señoras de barrio con las que cualquiera podía identificarse. Él mismo lo resumía con su característica sorna: "Mi madre no me dejó tierras ni dinero, pero me dejó el humor. Es un legado que no caduca", dice en una entrevista que publica El Mundo.

Su talento era, en efecto, una herencia inagotable que no entendía de generaciones ni modas. Hoy, Millán Salcedo regresa a los escenarios como un abuelo cebolleta que no puede abandonar el sitio de su recreo. Los platós y las cámaras han perdido el atractivo para él, pero el teatro sigue siendo el espacio donde se siente libre. Su humor, como él mismo, ha evolucionado. Atrás quedaron las imitaciones frenéticas y los falsetes imposibles; ahora prefiere relatar anécdotas de su vida, explorar la risa desde la introspección y compartir con el público las historias que lo han marcado.

Cuando habla de sí mismo, lo hace sin filtros. Dice lo que siente y lo que piensa, sin importarle las convenciones. "Yo no soy homosexual; soy maricón", sentencia, reclamando una palabra que para él no tiene connotaciones negativas, sino una carga de verdad y autenticidad. Es ese Millán, sin disfraces ni artificios, el que sigue haciendo reír y emocionando a quienes lo escuchan. Cuenta que hasta los 29 años no ligó, un dato que nos da una idea de lo terrible que era la discriminación entonces y nos recuerda que incluso en 2025 queda mucho camino por recorrer.

Un país entre empanadillas y nostalgia

En una España que ha cambiado tanto desde los tiempos de las empanadillas de Móstoles, Martes y Trece sigue siendo un recuerdo luminoso. Sus bromas, a veces blancas y a veces irreverentes, hoy políticamente incorrectas muchas de ellas, son parte del ADN cultural de un país que aprendió a reírse de sí mismo gracias a ellos. Y aunque Millán haya dejado atrás los días de fama televisiva, su figura permanece como un símbolo de aquel tiempo en que, por unas horas, la risa paralizaba España.